Al final del invierno | Страница 20 | Онлайн-библиотека


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Hresh sintió que se ruborizaba por el asombro y la consternación.

— No creo nada de esto.

— Pero así es. Vosotros y la horda del bosque…

— Te prohíbo que hables de ellos y de nosotros en el mismo tono.

— Pero si pertenecéis a la misma especie, monito…

— ¡No! ¡No!

— Bueno…, vuestra clase es muy superior por lo que se refiere a la mente, eso lo reconozco. Pero no os creáis seres humanos, niño. Vosotros no sois humanos, sino otra cosa, algo parecido, quizás alguna línea distinta de evolución de antiguos antepasados tanto humanos como simios, tal vez un segundo intento de lograr lo que los dioses consiguieron al crear a los hombres.

Hresh se quedó estupefacto. La confusión y la ira lo asfixiaban. Son mentiras maliciosas, pensó. Para confundirlo e incomodarlo por haberse entrometido de forma tan inesperada en la remota soledad de estos tres malévolos artefactos.

— Guardáis cierto parecido con los humanos — intervino el ojos-de-zafiro de la izquierda — pero no mucho, eso os lo aseguro. Ellos no tienen el cuerpo de pelos, ni tienen cola, ni…

— ¡Esto no es una cola! — exclamó Hresh indignado —. ¡Es un órgano sensitivo!

— Una cola modificada, sí — prosiguió implacable el ojos-de-zafiro — Es muy buena, incluso realmente notable. Pero vosotros no sois seres humanos. Ya no hay seres humanos aquí. Vosotros sois simios, o descendientes de simios. Los humanos se fueron de la Tierra.

Aquellas increíbles palabras le herían. Tenían que estar mintiendo. Tenían que estar jugando con él, tratando de atormentarle y humillarle con esa calumnia horrenda e imposible. Pero no podía desecharla con el desprecio que merecía. Sentía que la ira se transformaba en desesperación.

— ¿No somos… humanos? — tartamudeó Hresh, casi al borde del llanto, sintiéndose insignificante y desolado —. ¿No somos… humanos? No. No. Es imposible.

— ¿Qué es esto? — estalló por fin Koshmar — ¿Quiénes son estas criaturas? ¿Son ojos-de-zafiro? ¿Todavía viven?

— No — contestó Hresh, tratando de mantener la compostura — Sólo son máquinas con forma de ojos-de-zafiro que custodian las puertas de Vengiboneeza. ¿Pero has oído lo que han dicho, Koshmar? Qué locura… Dicen que no somos humanos. Que sólo somos monos, o que descendemos de ellos; que nuestros órganos sensitivos no son tales, sino colas de simio; que los verdaderos seres humanos dejaron la Tierra…

Koshmar se quedó estupefacta.

— ¿Qué tonterías son éstas?

— Dicen…

— Sí, ya he oído lo que han dicho. — Se volvió a Torlyri — ¿Qué entiendes de todo esto?

La mujer de las ofrendas, claramente insegura, parpadeó y esbozó una sonrisa nerviosa, con el ceño fruncido.

— Son criaturas antiguas. Tal vez tengan conocimientos que…

— Es absurdo — rechazó Koshmar sin dudarlo. Hizo un gesto a Hresh —. ¡Tú! ¡Cronista! Tú has estudiado el pasado. ¿Somos humanos o no?

— No lo sé. Las crónicas más remotas son difíciles. Estos artefactos dicen que los seres humanos se fueron — murmuró Hresh. Bajo el clima templado del bosque, se estremecía de frío. Sentía los ojos calientes y tumefactos, estaba al borde de las lágrimas.

Koshmar estaba a punto de explotar de furia.

— Y si no somos humanos, ¿cómo se supone que son los humanos?

— Los artefactos dicen que los humanos no tienen colas, que no tienen órganos sensitivos… que no tienen pelaje…

— Será alguna otra clase de humanos — declaró Koshmar, con un gesto majestuoso y concluyente del brazo —. Será una tribu distinta, desaparecida largo tiempo atrás, si es que alguna vez ha existido. ¿Cómo saber si de verdad existieron? Sólo podemos contar con la palabra de estos… de estas cosas, de estos aparatos. Que digan lo que quieran. Nosotros sabemos quiénes somos.

Hresh permaneció en silencio. Trató de armarse de todos sus conocimientos de las crónicas, pero sólo pudo evocar difusas ambigüedades.

— Somos los hijos de Lord Fanigole y Lady Theel, quienes nos condujeron al capullo — espetó Koshmar con vehemencia —. Ellos fueron humanos, y nosotros somos humanos; así están las cosas.

Una vez más, los ojos-de-zafiro mecánicos dejaron escapar su risita siseante.

Koshmar los rodeó con furia. Barrió el aire con mano iracunda, como si apartara telaraña de su rostro.

— Somos humanos — repitió, y en su tono de voz hubo algo terrible y estremecedor — ¡Que ninguna criatura, viviente o artificial, se atreva a negarlo!

Hresh se debatía entre la férrea adhesión y la duda confusa. Sentía como si su alma vacilara ante un acantilado. ¿No somos humanos? ¿No somos humanos? ¿Qué significaba eso? ¿Cómo era posible? ¿Monos… sólo monos… una clase superior de simios? No. No. No. Miró a Torlyri, y la mujer de las ofrendas tomó la mano del pequeño entre las suyas.

— Koshmar tiene razón — murmuró Torlyri — Los ojos-de-zafiro desean confundirnos. Koshmar dice la verdad.

— Sí — gritó Koshmar como un trueno —. Es la verdad. Si alguna vez ha habido seres humanos sin pelaje, sin órganos sensitivos, fueron algún error de la naturaleza, y desaparecieron. Pero nosotros sí estamos aquí. Y somos humanos, por derecho de sangre, por derecho de sucesión. Es la verdad. ¡Por Yissou, es la verdad! — Se aproximo a los tres inmensos reptiles y los miró de frente — ¿Qué decís, ojos-de-zafiro? Vosotros sostenéis que no somos humanos. Pero ¿acaso no somos los humanos que existen en la actualidad? Seres humanos de una clase distinta de la que habéis conocido, tal vez, pero humanos de una clase superior, ya que ellos desaparecieron, si es que alguna vez existieron, mientras que nosotros hemos llegado hasta aquí. Hemos resistido. Ellos no. Hemos sobrevivido hasta el fin del invierno, y ahora recuperaremos el mundo del dominio de los hjjks, o de quienquiera que se haya apropiado de él durante los fríos. ¿Qué decís, ojos-de-zafiro? ¿No somos seres humanos? ¿No podemos entrar en Vengiboneeza? ¿Qué decís?

Reinó un silencio largo y doloroso.

— Lo digo una vez más — declaró Koshmar sin claudicar —. Si no somos los humanos que habéis conocido, somos los que hoy existen. ¡Admitidlo! ¡Admitidlo! Humanos por derecho de sucesión. Es nuestro destino tomar esta ciudad. ¿Dónde están esos que vosotros llamáis humanos? ¿Dónde? ¿Dónde? ¡Aquí estamos nosotros! Os lo repito: ahora los humanos somos nosotros.

Se produjo otro silencio, profundo y gigantesco. Hresh pensó que jamás había visto a Koshmar tan majestuosa.

El ojos-de-zafiro del centro, que había estado contemplando el remoto horizonte, se volvió hacia Koshmar. La observó un largo rato con interés distante.

— Que así sea — aceptó finalmente, en el preciso momento en que el aire estaba a punto de partirse en dos por la tensión —. Vosotros sois los humanos ahora. — Y la criatura pareció sonreír.

Entonces, los tres seres con forma de reptil se inclinaron y se hicieron a un lado.

¡Han cedido!, pensó Hresh presa de alegría y asombro. ¡Han cedido!

Y Koshmar, la cabecilla, sosteniendo el órgano sensitivo en lo alto como un cetro, condujo a su pequeño grupo de seres humanos a través del umbral hacia las refulgentes torres de Vengiboneeza.

6 — EL ARTE DE ESPERAR

Entre el júbilo y el estupor, Koshmar y su pueblo se alojaron en la gran ciudad de la raza perdida de los ojos-de-zafiro.

Aun en ruinas y decrépita, Vengiboneeza seguía siendo un lugar de esplendor que escapaba a toda imaginación. Su situación era privilegiada, en una cuenca protegida flanqueada al noreste por una cordillera de montañas doradas y cobrizas; y al sudeste por la densa selva que la tribu acababa de cruzar. Al oeste se extendía un lago oscuro, o quizás un mar, tan ancho que resultaba imposible vislumbrar la orilla opuesta. De Poniente soplaban constantes vientos cálidos que traían humedad del mar. Las lluvias eran frecuentes, y la vegetación, exuberante. Era invierno, la estación de los días cortos, y al parecer también la temporada lluviosa. En realidad, era una época de lluvias muy abundantes. Pero de día el aire era templado y en contadas noches hubo escarcha. Y aun en esos casos, sólo fue unas pocas horas antes del alba. Cuando los días comenzaron a alargarse, se percibió un inconfundible incremento de ritmo en el crecimiento, y el clima se volvió aún más tibio. Todo era muy distinto a esos primeros meses de desolación posteriores a la Partida del capullo, cuando cruzaron la planicie yerma y reseca por el corazón del continente. Nadie albergaba la menor duda: el Largo Invierno había terminado.

Vengiboneeza se extendía por todas partes, era un mundo vasto e inabarcable en sí mismo, que existía bajo un silencio, imponente. Desde el borde del mar hasta el extremo de la jungla y las laderas silvestres de la montaña, la ciudad desierta se diseminaba en todas direcciones, sin organización aparente, sin un diseño inteligente. En algunas zonas las calles se alineaban formando grandes avenidas que descubrían la visión magnífica de las montañas al fondo, o bien el mar. En otras, había redes de pequeñas callejuelas que se enroscaban unas sobre otras en una especie de secreto desesperado y huidizo. También se alzaban altos muros dispuestos en ángulos extraños para impedir el acceso directo a las plazas que se escondían tras ellos. En muchos puntos se erguían torres inmensas, que generalmente formaban unos grupos de diez o veinte, pero a veces — Y en estos casos se trataba de las más grandes — las torres se erigían en grandiosa soledad por encima de un conjunto de edificios bajos y achaparrados con cúpulas de losas verdes.

Algunas zonas de la ciudad, especialmente en las áreas limítrofes con el mar, estaban en ruinas. Otras, la mayoría, no.

El Largo Invierno había dejado menos cicatrices aquí que en las planicies desprotegidas del este, pero con todo, las huellas asomaban por doquier. El mar había subido más de una vez durante los años invernales para barrer con poder devastador las zonas bajas. Sobre los altos muros se dibujaban antiguas manchas grises de agua salobre, y en los balcones de los tres primeros pisos de los edificios se extendía un remolino de escombros arenosos formando una alfombra natural. Sobre los tejados llanos de las casas bajas se acumulaban de forma dispersa y fragmentada huesos de animales marinos. También resultaba evidente que en cierta época los edificios de las laderas más elevadas fueron aplastados por el avance y el plegamiento de lenguas de hielo procedentes de las pendientes. Y en muchas partes de la ciudad parecía como si la tierra misma hubiera irrumpido desde las profundidades: el pavimento mostraba desplazamientos verticales, y las construcciones se alzaban en ángulos precarios o yacían derrumbadas en fragmentos dispersos o restos de metal iridiscente.

— Lo prodigioso — decía Torlyri — es que algo haya podido sobrevivir después de setecientos mil años…

— Lo han cuidado — aventuraba Koshmar —. Deben de haberlo cuidado…

En efecto, eso parecía. En muchos puntos se advertían señales de reparación e incluso de reconstrucción a gran escala, como si los guardianes de la ciudad hubiesen esperado que los ojos-de-zafiro regresaran en cualquier momento y se hubieran esforzado por mantener el lugar en buenas condiciones. Pero ¿quiénes eran los guardianes? No se veían mecánicos, ni artefactos de ninguna clase; el lugar parecía desierto a no ser por los tres custodios gigantes que permanecían invariablemente sentados ante el portal sin abandonar jamás sus puestos.

— Busca en las crónicas — le ordenó Koshmar a Hresh —. Dime cómo se ha conservado la ciudad.

Indagó con toda la diligencia de que fue capaz. Pero aunque descubrió mucho sobre la fundación y la gloria de Vengiboneeza, no halló ningún indicio sobre su preservación. Por lo que había leído, bien podía ser que los fantasmas de los ojos-de-zafiro hubieran merodeado invisibles por entre las calles, reparando lo que fuera necesario.

Al principio, la tribu no se aventuró a los sitios más recónditos de la ciudad. Koshmar los condujo hacia el interior para que se sintieran lo bastante lejos de las criaturas de la selva, pero no tanto como para que se perdieran por entre el laberinto de calles en ruinas. Más tarde habría tiempo para arriesgarse a tales empresas. Ahora, en los días misteriosos e iniciales, lo principal era tener paciencia. Habían mostrado la perseverancia de vivir setecientos mil años en un solo capullo, en la ladera de una montaña. La misma Koshmar no se caracterizaba por ser una mujer de paciencia destacable, pero se esforzaba constantemente por dominar el arte que toda cabecilla debía poseer: el arte de esperar.

Escogió una zona cerca de la entrada del sur, que no se encontraba muy deteriorada. Allí, una estupenda torre hexagonal de muchas ventanas, construida en pulida piedra púrpura, dominaba un disperso grupo de pequeños edificios con tejados verdes. Luego distribuyó a la tribu en lo que estimó una repartición sensata. A cada una de las parejas de progenitores le asignó una casa propia. Los guerreros fueron destinados a un lugar donde pudieran vivir en grupo, de tal forma que se ejercitaran en la lucha entre ellos y desgastaran parte de la energía que de otro modo acabaría provocando problemas. Los miembros de mayor edad fueron distribuidos en grupos de tres o cuatro para que se cuidaran mutuamente, y todos los niños se alojaron juntos en una casa junto a la de las obreras sin pareja. Koshmar y Torlyri ocuparon el edificio más cercano a la gran torre. Ésta se convertiría en el templo de la tribu, Y más tarde podría servir de faro que los guiara hasta su zona cuando atravesaran la ciudad, ya que al parecer no había punto en todo Vengiboneeza desde donde no se divisara.

Koshmar nunca se había sentido tan feliz. Cada día había un problema que resolver, un decreto que promulgar, una decisión que tomar.

En el capullo, a me nudo se había mostrado inquieta e insegura. Su poderosa vocación de liderazgo se había visto frustrada muchas veces. Desde la niñez había sido educada para las funciones de cabecilla, y ejercía sus poderes con fortaleza y contundencia. Pero había sido una líder sin ninguna empresa que dirigir. La vida en el capullo había sido demasiado fácil. Ella cumplía con su papel en todos los ritos, dictaba sentencia cuando surgía alguna disputa o reyerta, actuaba como consejera de los débiles y pacificadora de los fuertes y obcecados. Ésas eran las circunstancias en el capullo, y en eso consistía el papel de la cabecilla.

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