Al final del invierno | Страница 2 | Онлайн-библиотека


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El capullo donde habían transcurrido las vidas de los sesenta miembros de la tribu de Koshmar — y donde sus ancestros se habían refugiado desde el tiempo más remoto, subsistiendo a la interminable oscuridad y al frío ocasionados por la lluvia de estrellas de la muerte — era una madriguera cómoda y acogedora, socavada a un lado de un risco que se elevaba por encima de ese gigantesco río. Al principio, así lo afirmaban las crónicas, los que habían sobrevivido a los primeros días de lluvias negras y fríos pavorosos se habían contentado con vivir en simples cavernas, comiendo raíces y nueces, y atrapando a cuanta criatura comestible se ponía a su alcance. Pero luego el invierno se encarnizó y las plantas y los animales salvajes fueron desapareciendo del mundo.

¿Alguna vez el ingenio humano había afrontado un desafío mayor? La respuesta fue el capullo: esa guarida enterrada y autoabastecida, socavada en laderas y riscos, por debajo de la capa de nieve. Las cámaras aisladas del capullo fueron ocupadas por pequeños grupos cuyo número se regulaba mediante un estricto control de la natalidad. Racimos de luminiscentes moras de luz proveían de iluminación; intrincados pozos de ventilación proporcionaban aire fresco; el agua se obtenía de corrientes subterráneas. En cámaras adyacentes se criaban cultivos y ganado, elegantemente adaptados al crecimiento bajo luz artificial por medio de artes mágicas ya olvidadas. Los capullos eran pequeños mundos insulares, totalmente autónomos y autosuficientes, cada uno de ellos aislado como si se hubiera embarcado en un periplo solitario a través de la profunda noche del espacio. En ellos, los supervivientes de la gran calamidad del mundo aguardaban a lo largo de siglos y siglos a que llegara el momento en que los dioses se cansaran de arrojar desde el Cielo las estrellas de la muerte.

Torlyri fue hasta la piedra de ofrendas, depositó el cuenco, miró en cada una de las Cinco Direcciones Sagradas y fue desgranando uno por uno los Cinco Nombres.

Yissou, Protector

Emakkís, Dador

Friit, Sanador

Dawinno, Destructor

Mueri, Consoladora

Su voz resonaba y vibraba en el silencio. Mientras recogía el cuenco del día anterior para vaciarlo, escudriñó más allá del borde del acantilado, hacia el río. A lo largo de la escarpada ladera desnuda, donde sólo podían crecer pequeños arbustos leñosos y retorcidos, yacían por doquier huesos blanquecinos y frágiles, dispersos y apilados, como ramas diseminadas al azar. Allí estaban los huesos de Gonnari, y los de Thekmur, y los de Thrask, quien había sido cronista antes que Thaggoran. Sobre esos cúmulos distantes yacían los huesos de la madre de Torlyri, y los de su padre, y los de sus abuelos y abuelas. Todos aquellos que alguna vez habían partido del capullo yacían allí, muertos, sobre esa ladera abismal, abatidos por el beso iracundo del aire invernal.

Torlyri se preguntó cuánto tiempo vivían los que atravesaban el portal del capullo cuando les llegaba el día de la muerte. ¿Una hora? ¿Una jornada? ¿Cuánto trecho lograrían andar antes de caer? Torlyri creía que la mayoría simplemente se sentaba a esperar que el final sobreviniera. Pero ¿acaso algunos, devorados por una desesperada curiosidad en las últimas horas de la vida, habrían intentado conocer el mundo que se abría más allá del abismo? ¿Habrían llegado hasta el río? ¿Habría subsistido alguno lo suficiente para acercarse a la orilla del río?

Se preguntó cómo sería descender por la ladera del risco y rozar con la punta de los dedos esa corriente potente y misteriosa.

Debía de quemar como el fuego, pensó Torlyri. Pero sería un fuego frío, un fuego purificador. Se imaginó internándose en el río oscuro, hasta las rodillas, hasta los muslos, hasta el vientre, sintiendo la llamarada helada del agua murmurar contra sus miembros y su órgano sensitivo. Se vio abriéndose paso entre el flujo turbulento, hacia el banco opuesto, tan lejano que apenas podía distinguirse… caminando a través de las aguas, o tal vez por encima de la corriente, tal como decía la leyenda que hacían los aguazancos, andando más y más hacia la tierra del alba, para nunca más volver al capullo…

Torlyri sonrió. ¡Qué tontería dejarse llevar por semejantes fantasías!

¡Y qué traición más grande sería para la tribu que la mujer de las ofrendas se aprovechara de su libertad para desertar del capullo! Pero hallaba un extraño placer en imaginar que algún día haría algo así. Al menos soñaba con ello. Torlyri sospechaba que casi todos, en algún momento, miraban el mundo exterior con añoranza, y por un instante soñaban con escapar hacia él, aunque pocos fuesen capaces de admitirlo. Se murmuraba que a lo largo de los siglos hubo quienes, cansados de la vida en el capullo, habían traspasado la salida, descendido hasta el río y huido hacia las tierras inhóspitas que se extendían más allá. No se les había expulsado del capullo, como ocurría cuando llegaba el día de la muerte de alguien, sino que habían desertado voluntariamente, se habían internado por propia voluntad en ese mundo helado y desconocido, simplemente por descubrir cómo era. ¿Alguien habría elegido ese rumbo desesperado? Así lo contaban, pero si ocurrió no fue durante la existencia de ninguno de los que vivían por entonces. Desde luego, quienes se hubieran alejado de ese modo jamás regresaron para. contar su relato; sin duda debían de haber muerto casi al instante en ese mundo hostil y ajeno. Salir era una locura, pensó. Pero una locura tentadora.

Torlyri se agachó para recoger lo que necesitaba ofrendar en el interior. Luego, por el rabillo del ojo, alcanzó a distinguir algo que se movía. Giró, perpleja, en dirección a la salida justo a tiempo para descubrir la pequeña y ligera figura de un niño que salía despedido y corría por la cornisa hacia el precipicio.

Torlyri reaccionó sin pensar. El niño ya había comenzado a trepar por el borde de piedra, pero ella dio la vuelta, se dirigió hacia la izquierda, le aferró con firmeza. y logró atraparle por un tobillo antes de que desapareciera. El niño se debatió y forcejeó, pero ella, sin soltarlo, le levantó y le depositó sobre la cornisa, a sus pies.

Tenía los ojos muy abiertos por el miedo, pero a la vez su mirada despedía descaro y una ingeniosa audacia. Observaba algo que había detrás de ella, tratando de vislumbrar el río y las colinas. Torlyri se inclinó hacía él, casi esperando que diera otro salto desesperado para escapar.

— Hresh — dijo —. Desde luego, Hresh. ¿Quién sino tú intentaría algo semejante?

El hijo de Minbain tenía ocho años. Era indómito y tenaz. Lo llamaban Hresh, el de las preguntas, burbujeante de interrogantes prohibidos. Era menudo, esbelto, casi frágil, un chico cimbreante como una cuerda, con un rostro triangular y espectral que caía abruptamente desde una frente amplia. Sus ojos inmensos y oscuros estaban misteriosamente salpicados de motas escarlatas. Todos decían que había nacido para traer problemas. Esta vez sí que se había metido en un aprieto.

Torlyri sacudió la cabeza con tristeza.

— ¿Te has vuelto loco? ¿Qué pretendías hacer?

— ¡Sólo quería ver qué había allí, Torlyri! El cielo. El río. Todo — respondió él suavemente.

— Lo habrías visto el día de tu nombramiento.

Se encogió de hombros.

— ¡Pero falta un año entero! ¡No podía esperar tanto!

— La ley es la ley, Hresh. Todos obedecemos, por el bien de todos. ¿Estás tú por encima de la ley?

— Sólo quería ver. ¡Por un solo día, Torlyri! — replicó con tristeza.

— ¿Sabes qué les sucede a los que violan la ley?

— En realidad, no. Pero debe ser algo malo, ¿verdad?

¿Qué me harás? — respondió Hresh con el ceño fruncido.

— ¿Yo? Nada. Eso le corresponde a Koshmar.

— ¿Y ella? ¿Qué me hará?

— Cualquier cosa. No lo sé. Algunos han sido condenados a muerte por haber hecho lo que tú hiciste…

— ¿Muerte?

— Los transgresores fueron expulsados del capullo. Eso equivale a la muerte segura. Ningún humano podría durar mucho allí afuera. Mira, niño. — Señaló la ladera, el lecho de huesos blanquecinos.

— ¿Qué es eso? — inquirió Hresh de inmediato.

Torlyri le tocó el delgado brazo hasta comprimir el hueso.

— Esqueletos. Tú tienes uno dentro de ti. Si sales, dejarás tus huesos sobre esa colina. Como todos.

— ¿Todos los que han salido?

— Allí yacen todos, Hresh. Como leños viejos arrojados por las tormentas invernales.

El niño tembló.

— Pero no hay tantos — declaró con repentina osadía —. Durante tantos años y años de muertes, toda la colina tendría que estar cubierta de huesos, y los cúmulos deberían ser más altos que yo mismo…

Torlyri sintió que una sonrisa asomaba a su rostro, muy a pesar suyo. Miró hacia otro lado un instante. ¡Ese chiquillo no tenía igual, desde luego!

— Los huesos no duran siempre, Hresh. Tal vez se conservan durante cincuenta, acaso cien años, y luego se convierten en polvo. Los que ves allí son los que han sido arrojados recientemente.

Hresh lo pensó un momento.

— ¿Por qué habrían de hacer eso conmigo? — preguntó con voz tenue.

— Todo está en manos de Koshmar.

De pronto, un relámpago de pánico se encendió en los extraños ojos del niño.

— Pero tú no se lo dirás, ¿verdad que no? ¿Verdad que no, Torlyri? — Su expresión se tornó zalamera. No tienes por qué decírselo, ¿no es así? Un instante más y yo habría trepado por la cornisa lejos de tu vista. Me habría quedado hasta mañana por la mañana, y nadie lo habría notado. Me refiero a que no es lo mismo que si hubiese hecho daño a alguien. Sólo quería ver el río.

Ella suspiro. Su aspecto atemorizado y suplicante era difícil de resistir. Y, en realidad, ¿qué daño había hecho? No había conseguido dar más de diez pasos. Podía comprender sus ansias de descubrir lo que se extendía más allá de los muros del capullo: esa curiosidad ferviente, esa horda de preguntas sin respuesta debía bullir dentro de él sin reposo. Ella misma había sentido algo semejante, aunque sabía que su espíritu tenía poco de ese fuego que consumía al pequeño atribulado. Pero la ley era la ley, y él la había violado. Si ignoraba el hecho, pondría en riesgo su propia alma.

— Por favor, Torlyri. Por favor…

La mujer negó con la cabeza. Sin apartar la mirada del niño, recogió lo necesario para la ofrenda. Miró una vez más hacia las Cinco Direcciones Sagradas. Pronunció los Cinco Nombres. Luego se volvió hacia el niño e indicó con un gesto brusco que debía avanzar delante de ella hasta la entrada al capullo. Estaba despavorido.

— No tengo elección, Hresh. Debo llevarte ante Koshmar — le dijo Torlyri con suavidad.

Largo tiempo atrás, alguien habla erigido una estrecha laja de piedra negra y pulida a la altura de los ojos, a lo largo de la pared trasera de la cámara central. Nadie sabía por qué la habían puesto allí originariamente, pero con los años había adquirido un carácter sagrado en conmemoración de las cabecillas difuntas. Koshmar había tomado la costumbre de rozarla con los dedos y, pronunciar rápidamente los nombres de las seis gobernantes mas recientes cada vez que se sentía inquieta con respecto al futuro del Pueblo. Era su modo rápido de invocar el poder del espíritu de sus predecesoras, de pedirles que se adentraran en ella y la guiaran en la senda apropiada. De algún modo, invocarías era llamar a algo mas útil e inmediato que a los Cinco Celestiales. Ella misma había inventado el pequeño ritual.

Últimamente, Koshmar había comenzado a tocar la franja de piedra negra cada día, y luego dos veces al día, mientras pronunciaba los nombres: Thekmur, Nialfi, Sismoil, Yanla, Vork, Lirridon.

Tenía premoniciones. No sabía exactamente de qué, pero sentía que sobre el mundo se cernía una gran transformación, y que pronto necesitaría mucha sabiduría. En esos momentos, la piedra la consolaba.

Koshmar se preguntó sí su predecesora habría observado también la costumbre de tocar la piedra cuando su alma se agitaba. Koshmar sabía que ya casi había llegado el momento de comenzar a pensar en su sucesora. Ese año cumpliría treinta años. Dentro de cinco años más alcanzaría la edad límite. Llegaría el día de su muerte, tal como había llegado para Thekmur, Nialli, Sismoil y para todas las demás; la llevarían a la salida del capullo y la despedirían para que muriera a merced del frío. Ese era el sistema, inalterable e inapelable: el capullo era finito, la comida era limitada, y había que dejar lugar a los que vendrían.

Cerró los ojos y posó los dedos sobre la piedra negra. Allí estaba, de pie en toda su estatura y poder, pidiendo ayuda en oración silenciosa. Era una mujer robusta, de hombros anchos y mirada penetrante.

Thekmur, Nialli, Sismil Yanla…

En aquel momento, Torlyri irrumpió en la cámara, arrastrando a Hresh, el vástago indomable de Minbain, el que siempre andaba dando vueltas y metiendo las narices donde no debía. El niño se retorcía, se debatía, bramaba frenéticamente entre los brazos de Torlyri. Sus ojos brillaban con un terror salvaje, como si acabara de ver una estrella de la muerte abalanzarse sobre la techumbre del capullo.

Koshmar, sorprendida, se dio la vuelta para mirarlos. El pelaje castaño grisáceo se le erizó por la ira y formó como un manto a su alrededor, haciendo que su tamaño pareciese el doble de lo normal.

— ¿Qué es esto? ¿Qué ha hecho esta vez?

— Salí a hacer las ofrendas — comenzó Torlyri — y un instante más tarde, por el rabillo del ojo, descubrí…

En ese momento, Thaggoran entró en la cámara. Para sorpresa de Koshmar, tenía el mismo aspecto enloquecido que Hresh. Agitaba los brazos y el órgano sensitivo en un modo peculiar y arrebatado, y soltaba incoherencias a borbotones. Koshmar apenas podía comprender fragmentos de lo que intentaba decirle.

— Comehielos… el capullo… justo por debajo, apuntan hacia aquí. Es cierto, Koshmar, la profecía…

Y mientras tanto, Hresh no dejaba de aullar y bramar, y Torlyri, la de la tierna voz, seguía contando su historia.

— ¡De uno en uno! — exclamó Koshmar —. ¡No puedo entender nada de lo que decís! — Contempló al viejo historiador arrugado, de pelaje cano y cuerpo vencido como por el peso del profundo y valioso conocimiento del pasado que solo él conocía. jamás lo había visto tan alterado —. ¿Comehielos, Thaggoran? ¿Has dicho comehielos?

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