Al final del invierno | Страница 19 | Онлайн-библиотека


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Torlyri sonrió. ¡Sólo él podría nombrar primero al animal en el día de su propio nombramiento!

El animal le contempló sin temor, tal vez curioso.

— Y yo… — prosiguió Hresh —, yo soy Hresh, el de las preguntas, y éste es el día de mi nombramiento. Te he escogido como criatura de nombramiento. Y a ti, colmillos — de — oro, te confío el nombre que elijo… ¡Hresh! ¡Hresh, el de las respuestas!

Torlyri contuvo la respiración. ¡Vaya audacia!

Muy de vez en cuando sucedía que alguien escogía como nombre de adulto su mismo nombre de nacimiento. Pero era raro, casi inaudito, ya que esta elección revelaba una confianza interior, una seguridad que casi rayaba con la temeridad. ¡Hresh, que escoge llamarse Hresh! ¿Había existido alguna vez otra persona como este niño?

Y, sin embargo…, sin embargo…, ¿acaso seguía siendo el mismo nombre? Antes era Hresh, el de las preguntas, el mote con que los demás solían llamarle. Y ahora, Hresh, el de las respuestas, el nombre que él mismo había elegido.

Estaba hablando con el colmillos — de — oro, de pie muy cerca de él, acariciándolo, palmeándolo. Luego le zurró levemente la grupa y lo envió a corretear por entre el follaje. Se volvió a Torlyri.

— ¿Y bien? — preguntó — ¿Te parece apropiado el nombre?

— Sí. Muy apropiado. — Le atrajo hacia ella y le estrechó entre sus brazos — Hresh, el de las respuestas. Sí. — El niño aceptó su proximidad con cierta tensión, algo reacio a las caricias, como si su afecto le inquietara. Tras soltarle, le dijo —: Ven. Debemos regresar al campamento y comunicar a los demás el nombre que has escogido para ti mismo. Y luego habrá llegado el momento de partir rumbo a la gran Vengiboneeza.

Pero aún no pudieron partir hacia Vengiboneeza, pues ahora había llegado el turno de parir para Nettin. Esta vez fue una niña, y Hresh, presidiendo nuevamente la ocasión, la llamó Tramassilu, como la niña a quien había atravesado aquella criatura de pico rojo que se movía a saltos. Su idea era dar a todos los recién nacidos el nombre de los que habían muerto durante la travesía, para indicar que las pérdidas habían sido recobradas. Necesitaban un nuevo Hignord y una nueva Valmud. Luego, a medida que nacieran nuevos niños, podrían emplearse otros nombres. Jalmud, cuya compañera había muerto a manos de los zorros-rata, había pedido permiso para aparearse con la pequeña Sinistine, y Hresh suponía que pronto se formarían otras parejas, ahora que todos comprendían que engendrar nuevas vidas no entrañaba peligro, sino que constituía una tarea sagrada.

Durante unos días más, la tribu permaneció acampada cerca del estanque del aguazancos, hasta que Threyne y Nettin estuvieron en condiciones de proseguir el camino. Para Koshmar fue un momento difícil: ¡ansiaba tanto llegar a Vengiboneeza! Y también fue duro para Hresh. Él, más que ningún otro, tenla cierta idea acerca de lo que les esperaba en Vengiboneeza. Hervía de ansiedad.

En realidad, fue el primero en avistar sus torres, cuatro días después de reanudar la marcha. Se dirigieron al oeste y llegaron a un lago de aguas tan azules que casi parecían negras. Luego dieron con otro lago, tal como había advertido el aguazancos. Y por fin llegaron a un arroyo, lo cual sin duda significaba que estaban cerca de Vengiboneeza. Era sólo un hilo de agua, pero la corriente fría y veloz borboteaba entre lenguas de roca aguzada que asomaban a lo largo de su trayecto. La empresa de cruzar el lecho con los bultos fue intrincada y les llevó muchas horas. Tan agotador resultó, que la misma Koshmar consideró más prudente acampar y recuperar fuerzas al otro lado del arroyo. Pero Hresh no podía aguardar más. En cuanto todos hubieron cruzado, partió solo cuando nadie le miraba y corrió raudo entre los árboles hasta que la sorpresa y el estupor le obligaron a detenerse.

Ante él, como inmensas losas de piedraluz, se alzaban sobre la jungla las radiantes torres de la espléndida ciudad, y eran tantas que no atinaba a contarlas todas… hilera tras hilera, ésta de un matiz violeta irisado, aquélla de oro refulgente, y aun otra carmesí, orlada con balcones de azul medianoche, y otra de un azabache inimaginable. Algunas aparecían envueltas entre apretados lazos de enredadera, como les había advertido la criatura del bosque, pero la mayoría tenía la fachada despejada.

Hresh resistió el impulso de lanzarse sobre la ciudad. Y allí se quedó, largo rato, emborrachándose con su belleza inconcebible.

Luego, con el corazón dando brincos, corrió hacia el campamento, gritando a viva voz:

— ¡Vengiboneeza! ¡He encontrado Vengiboneeza!

Ya estaba a mitad de camino cuando algo grueso y peludo, increíblemente fuerte, lo aferró por el cuello y lo derribó al suelo.

Hresh trató de tomar aire con desesperación. Se estaba asfixiando. Los ojos se le salían de las órbitas. Lo veía todo borroso. Apenas podía distinguir a sus atacantes. Al parecer, eran tres: dos saltaban y el tercero lo mantenía prisionero con su largo y viscoso órgano sensitivo. Si eran humanos, pensó Hresh, pertenecían a una tribu muy distinta. Tenían brazos y piernas extraordinariamente largos, cuerpos delgados y fibrosos, cabezas pequeñas, ojos grandes, inexpresivos y brillantes, pero sin el menor destello de inteligencia. A los tres les cubría un pelaje suave y exuberante de color gris verdoso, de textura desconocida, desde la coronilla hasta los dedos de los pies, largos y negros.

— No… puedo respirar… — murmuró Hresh —. Por favor…

Oyó una risa áspera y burlona, y un violento balbuceo en un idioma desconocido, chillón y turbulento. Desesperado, alzó las manos al látigo que lo asfixiaba. Hundió los dedos en él con fuerza. Pero no obtuvo respuesta, salvo quizá que la presión se intensificó. Hresh jamás había visto un órgano sensitivo tan fuerte. El otro apenas parecía sentir sus dedos.

— Por favor…, por favor… — murmuró débilmente, con lo que supo iba a ser su último aliento. El mundo se sumió en las tinieblas.

Se oyó un chillido salvaje e inesperado. La presión que le oprimía la garganta cedió y el pequeño rodó por el suelo, doblado sobre sí mismo, jadeante y ahogado. La cabeza le daba vueltas. El mundo giraba locamente bajo sus pies. Durante un momento, fue incapaz de ver claramente; los ojos sólo le ofrecían espirales y puntos fugaces. Al cabo de un rato, comenzó a recobrarse y levantó la mirada.

Harruel y Konya estaban a su lado. Habían atravesado con sus espadas a dos de las tres criaturas y arrojado los cuerpos ensangrentados como si fueran desechos; el tercero había escapado hacía los árboles, y allí se había mecido con su órgano sensitivo, chillándoles.

— ¿Está bien? — le preguntó Harruel.

— Creo que sí. Sólo… me falta… aire. — Se sentó, en cuclillas, y se frotó la maltrecha garganta tras tomar todo el aire que pudo —. Un instante más y todo habría terminado para mí. — Miró los dos cadáveres apilados y se estremeció —. Pero me habéis salvado. ¿Y veis allí? ¡Es la ciudad! ¡La ciudad! — Hresh señaló con mano temblorosa — ¡Vengiboneeza!

Vengiboneeza, sí. Los dos guerreros se giraron para observar las torres. Desde allí, las cúspides apenas se divisaban. Konya gruñó de sorpresa, se arrojó al suelo e hizo la señal del Protector. Harruel se inclinó en silencio sobre la espada, agitando lentamente la cabeza, azorado.

Entonces, Koshmar llegó corriendo, y Torlyri, y muchos más tras ellas. Hresh, todavía marcado y con paso vacilante, les condujo por entre las lianas y hierbas de bordes cortantes al claro donde había visto las torres esplendorosas que horadaban el cielo. Pero por todas partes. aparecían esas criaturas de pelaje gris verdoso, chillonas, agolpadas a docenas en las copas de los árboles, colgando de sus órganos sensitivos, saltando de rama en rama, cloqueando, riendo, gritando con tono pendenciero.

Deben haber estado observándome todo el tiempo, pensó Hresh.

— ¿Qué tribu es ésta? — preguntó Torlyri.

— Una muy estúpida, en mi opinión — manifestó Hresh.

— Guardan cierto parecido con nosotros — observó Torlyri.

— Apenas se nos parecen — espetó Koshmar.

— Esta tribu extraña se mueve con agilidad — comentó Hresh.

— Pero eso no evitará que los masacremos si nos molestan — previno Koshmar —. ¡Dioses! ¡Pero si no son una tribu! ¡No son humanos! Son sólo animales. Sabandijas. ¡Y mirad: la ciudad! Vengiboneeza será nuestra.

Todos espada en mano! ¡Encended teas! ¡A Vengiboneeza!

Por muy sabandijas y estúpidos que fueran, los extraños animales causaron ciertos problemas. No bajaron de los árboles, pero hostigaron a la gente de Koshmar arrojándoles frutas y ramas y hasta sus propios excrementos, gritando incesantemente insultos incomprensibles. Galihine recibió el golpe de un pesado fruto de color púrpura que le dio, entre los hombros, y Haniman fue herido por una inmensa esfera gris como de papel, que resultó ser una colmena de insectos de aguijón ponzoñoso, largos como medio dedo.

Pero Koshmar y sus guerreros avanzaron sin cejar, valiéndose de las espadas, cerbatanas, dardos y de todas las demás armas. Poco a poco, la otra tribu se fue retirando. Hresh, que observaba la batalla desde una posición segura, se sintió horrorizado y repugnado por esta horda salvaje. ¡Qué feos eran, qué bajos… qué inhumanos! Tenían la forma de un hombre, o de algo parecido, pero actuaban y se comportaban como meras bestias. Las antorchas les asustaban, como si no conocieran el fuego. Usaban los órganos sensitivos como simples colas, al igual que cualquier otra vulgar criatura salvaje, como si ese órgano no tuviera más poder que el de permitirles mecerse en la copa de los árboles.

Y, sin embargo, pensó Hresh, no parecen muy distintos de nosotros. Eso era lo peor. Nosotros somos humanos, ellos son bestias… ¡pero no son tan distintos de nosotros! ¡Eso seríamos, de no ser por la gracia de los dioses!

Al cabo de media hora, la batalla había concluido. Los ruidosos salvajes habían desaparecido; el camino a Vengiboneeza se abría ante ellos.

— Permíteme ir primero — pidió Hresh —. Yo la descubrí. Quiero ser el primero.

Koshmar, conteniendo la risa, accedió de buen grado.

— Sigues siendo Hresh, el de las preguntas, ¿eh? Pues bien. Ve primero.

Azorado por la facilidad con que se le había concedido su demanda, Hresh se giró sin vacilar, y cruzó el inmenso portal de tres pesados pilares verdes que se erigía abierto a la entrada de Vengiboneeza.

Para su asombro, al otro lado aguardaban tres figuras que reconoció de inmediato como miembros del pueblo de los ojos-de-zafiro. Los había visto muchas veces, al pasar las manos por las páginas de los libros de las crónicas. Eran seres enormes, erguidos sobre gruesas y enormes patas de muslos anchos, sostenidos por pesados órganos sensitivos, ¿o serían simples colas? Extendían sus diminutos brazos en un gesto que parecía una mera invitación. Tenían los ojos enormes, de párpados gruesos, y de un azul tan hondo que más que ojos parecían mares, e irradiaban poder y sabiduría.

Hresh retrocedió, extrañado. Dos veces habían regido el mundo estos seres: una, en las épocas más remotas, incluso antes de que los humanos existieran, en una antigua civilización que fue destruida por una primera lluvia de estrellas de la muerte. Luego, a finales de la era humana, cuando los pocos supervivientes de aquel primer imperio perdido de los ojos-de-zafiro lograron la grandeza por segunda vez. Sus antepasados eran reptiles de la familia de los cocodrilos, descendían de criaturas que mucho tiempo atrás se habían contentado con yacer aletargadas sobre el fango de los ríos tropicales, y habían logrado superar este estadio. Pero el regreso de las estrellas de la muerte había destruido su reino de nuevo, y esta vez no habían quedado supervivientes tras este frío atroz. O al menos eso aseguraban las crónicas en su lenguaje vago y tortuoso, así se lo había enseñado Thaggoran.

— No — murmuró Hresh —. No podéis ser reales. ¡Todos vosotros encontrasteis la muerte al desaparecer el Gran Mundo!

El ojo-de-zafiro de la izquierda levantó un pequeño brazo con aire inquisidor.

— ¿Cómo podemos haber muerto, monito, si nunca hemos vivido? — Hablaba de un modo remilgado y anacrónico, extraño pero inteligible.

— ¿Nunca habéis vivido?

— Sólo somos máquinas — declaró el de la derecha.

— Estamos aquí para dar la bienvenida a los seres humanos al final del invierno, cuando ellos entren en la ciudad de nuestros amos, a cuya imagen hemos sido creados — declaró el ojos-de-zafiro del centro.

— Máquinas… — balbuceó Hresh, asimilándolo, digiriendo —. Hechas a imagen de vuestros amos. Que murieron durante el Largo Invierno. Ya veo. Ya veo.

Se acercó a ellos cuanto pudo, echando atrás el cuello para sondear los hondos misterios de sus brillantes ojos.

— Entonces, ¿podemos entrar en la ciudad? ¿Nos mostraréis todo lo que contiene?

Temblaba de estupor. Jamás había visto seres tan majestuosos. Y a pesar de todo, le dominó una oscura sensación de desencanto. No eran más que ingeniosos artificios. No estaban vivos. Deseó que hubiesen sido verdaderos ojos-de-zafiro, milagrosamente conservados durante los fríos. Pero era imposible. Dejó de lado su esperanza.

Y luego, al cabo de un rato, preguntó:

— ¿Por qué me habéis llamado «monito»? ¿No sabéis reconocer a un ser humano cuando lo tenéis delante?

Los tres ojos-de-zafiro dejaron escapar un sonido sibilante, que Hresh interpretó como una risa. Oyó otro sonido a sus espaldas. Volvió por un instante la vista atrás y vio a Koshmar, Torlyri y los demás, de pie y boquiabiertos.

— Pero si eres un monito — dijo el ojos-de-zafiro del centro —. Y ésos que están tras de ti son monos más grandes. Y los que os han atacado en el bosque son monos de una especie diferente, menos inteligentes.

— Tal vez ellos sean monos. Nosotros somos seres humanos — declaró Hresh con firmeza.

— No, no — dijo el ojos-de-zafiro de la izquierda, emitiendo otra vez esa risita siseante —. No sois humanos. Los humanos partieron mucho tiempo atrás, Cuando comenzó el Largo Invierno.

— ¿Partieron?

— Sí. Se fueron. Vosotros sólo sois sus parientes lejanos, ¿no lo veis? Tanto vosotros como los animales chillones que parlotean en las copas de los árboles.

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