Al final del invierno | Страница 18 | Онлайн-библиотека
Koshmar parecía afligida.
— Si algo le ocurriera a Threyne jamás me lo perdonaría. Pero ¿tienes idea de cómo me siento, teniendo la ciudad tan cerca?
Con ternura, Torlyri posó las manos sobre los hombros de Koshmar durante un instante, y la abrazó.
— Lo sé — murmuró con suavidad —. Has luchado mucho para traernos a todos hasta aquí.
En ese preciso instante se oyó un nuevo gemido de Threyne; más agudo, más intenso.
— Ha llegado la hora — anunció Torlyri —. Debo acudir junto a ella. Pronto reanudaremos la marcha. Lo prometo.
Koshmar asintió y se alejó. Torlyri la contempló mientras se iba y meneó la cabeza. La sorprendía que Koshmar, siempre tan prudente y lúcida, necesitara que alguien le aconsejara que debían quedarse allí por un tiempo. Seguramente le costaba aceptar la idea. Pero Koshmar carecía de toda aptitud para las cuestiones de mujeres. jamás había dejado que una mano masculina se posara sobre sus muslos, ni por un solo instante había considerado la idea de concebir un hijo. Desde la infancia no había hecho más que perseguir la meta de erigirse en cabecilla, y sólo cabecilla. Para Koshmar, eso excluía la posibilidad de ser madre. Las cabecillas no concebían hijos: era la tradición. Pero sólo por la acuciante necesidad de controlar la población dentro del capullo, pensó Torlyri. A lo largo de los siglos había surgido toda clase de tradiciones sobre quiénes podían procrear y quiénes no, pero la razón subyacente era siempre el temor a que la reproducción ¡limitada asfixiara al capullo e impulsara a la tribu a salir al crudo invierno antes de que llegara el tiempo propicio.
Minbain la llamó. El niño nacía.
Torlyri se apresuró rumbo al cobertizo. Llegó justo a tiempo para ver cómo asomaba una pequeña cabecita por entre los muslos de Threyne. Torlyri sonrió. Koshmar nunca había podido soportar la visión del alumbramiento, pero a Torlyri le parecía algo hermoso. Se arrodilló a los pies del camastro para sostener con suavidad los tobillos de Threyne mientras pronunciaba las oraciones a Mueri, la Madre.
— Un niño — anunció Minbain.
Era muy pequeño, ruidoso, arrugado, rosado, con mechones dispersos de vello fino y grisáceo que con el tiempo le cubrirían todo el cuerpo. El diminuto órgano sensitivo se movía enérgico de un lado a otro, como flagelando el aire; era un buen augurio. De vigor y pasión. Torlyri recordó que nueve años atrás había ayudado a Minbain a dar a luz. En aquella ocasión, el pequeño Hresh había sacudido el aire furiosamente con el órgano sensitivo. ¡Sin duda, había sido fiel a la profecía!
— El anciano… — dijo una de las mujeres —. Necesitamos que venga el anciano para darle un nombre de nacimiento.
Minbain ahogó una risa. Las demás mujeres también se echaron a reír.
— ¡El anciano! — exclamó Galihine —. ¿Quién ha oído hablar alguna vez de un anciano que fuera niño?
— O de un niño que presidiera un nacimiento — soltó Preyne.
— Sin embargo — apuntó Torlyri con firmeza — necesitamos que lleve a cabo los ritos exigidos.
Se volvió hacia una niña llamada Kailii, casi en edad de procrear, que contemplaba el parto con honda fascinación. La envió en busca de Hresh.
El muchacho llegó en un santiamén. Torlyri vio que sus ojos perspicaces y pequeños captaban la escena en una sucesión de rápidos golpes de vista: las mujeres apiñadas en torno del camastro; Threyne, exhausta, con los muslos ensangrentados, el bebé arrugado, más parecido a un rábano que a un ser humano… Hresh parecía inquieto, acaso porque su madre se encontraba allí, o tal vez porque sabía que los varones no solían presenciar esas escenas.
— Como podrás ver — dijo Torlyri — ha nacido un niño. Hay que otorgarle un nombre, y eso te corresponde a ti.
Al instante, Hresh pareció olvidar su incomodidad. Se puso en pie, estirándose al máximo — ¡pero qué absurdamente pequeño seguía siendo!, pensó Torlyri — y se erigió en toda la majestad de su cargo.
Con toda solemnidad, hizo la señal de Yissou; y a continuación la de Emakkis, el Dador; y la de Mueri, la Madre; y luego la de Friit, el Sanador. Dejó en último lugar la señal de Dawinno, el Destructor, el más sutil de todos los dioses.
Torlyri sintió una oleada de orgullo y de placer. ¡Hresh hacía lo correcto, y en el orden correcto! El viejo Thaggoran no lo habría hecho mejor. Y Hresh nunca había estado presente durante un alumbramiento para otorgar un nombre. Debía haber estado informándose sobre el ritual en los libros. ¡Qué niño más notable y perspicaz!
— Nos ha sido dado un varón — dijo Hresh solemnemente —. Por medio de Preyne, de Threyne, para todos nosotros. Le otorgo el nombre de aquel que nos ha sido arrebatado con tanta crueldad. Sea Thaggoran su nombre.
— ¡Thaggoran! — exclamó Preyne — ¡Thaggoran, hijo de Preyne; Thaggoran, hijo de Threyne!
— ¡Thaggoran! — gritó la mujer desde el camastro.
Hresh tendió las manos a la madre, al padre, a Torlyri, tal como requería el ritual. Luego fue hasta cada una de las mujeres que formaban el grupo, una tras otra, también hasta su madre Minbain, y las tocó en ambas mejillas a modo de bendición. Torlyri jamás había presenciado semejante ritual, al parecer Hresh se lo había inventado, a menos que hubiese revivido algún rito antiguo descrito en los libros. Finalmente, llegó hasta Torlyri y la tocó del mismo modo. Los ojos le brillaban. ¡Qué espléndido momento debe ser para él, para este niño — historiador que tenemos, para este extraño Hresh, el de las preguntas, que ahora se revelaba como un hombre — niño!, pensó Torlyri. Era un hombre en el cuerpo de un niño. Recordó el día en que había intentado escabullirse por la salida del capullo. Recordó el terror que había en sus ojos cuando le dijo que debía llevarlo ante Koshmar para que lo juzgara. ¡Cómo había cambiado todo desde ese mismo día! Y aquí lo tenían, el mismo Hresh, en una tierra lejana, proclamando el nacimiento e un nuevo Thaggoran en el mundo, con la misma solemnidad del anciano.
Después, Hresh la llevó aparte y le preguntó:
— ¿Lo he hecho bien? ¿Lo he hecho correctamente?
— Has estado espléndido — le aseguró. Y siguiendo un impulso le atrajo hacia su pecho y le levantó por los aires para besarlo dos veces.
El pequeño pareció enfadarse. La miró de modo extraño cuando ella le devolvió al suelo, y se sacudió el pelaje con actitud de dignidad ofendida. Pero cuando ella le sonrió y le posó las manos sobre los hombros en una caricia más decorosa, Hresh se mostró menos ofuscado. Nadie podía permanecer enfadado con Torlyri durante mucho tiempo.
— Pronto tendremos que realizar otra ceremonia — dijo Hresh.
— Te refieres al niño de Nettin…
— Ésa también. Pero hablaba de una para mí.
— ¿En qué estás pensando? — preguntó Torlyri.
— En el día de mi nombramiento. Pronto cumpliré nueve años…
Se esforzó por contener la risa, pero finalmente se le escapo una sonora carcajada.
Hresh la miró, de nuevo herido en su dignidad.
— ¿He hecho algún chiste?
— No, no se trata de un chiste, Hresh. No ha sido nada gracioso, pero… pero… — comenzó a reír —. Lo siento. Discúlpame.
— No comprendo — se quejó Hresh.
— El día de tu nombramiento… eres el anciano de la tribu, acabas de dar nombre a un recién nacido, ¡y ni siquiera ha pasado el día de tu propio nombramiento! ¡Ay, Hresh, Hresh… qué tiempos tan extraordinarios nos ha tocado vivir!
— No obstante — acotó el pequeño —, ha llegado mi momento.
— Sí, estás absolutamente en lo cierto, Hresh. Hablaré de ello con Koshmar esta tarde. ¿Qué día será? ¿Lo sabes?
— He perdido la cuenta, Torlyri, a lo largo de estas semanas y meses de andar a la deriva. Creo que ya debe haber pasado la fecha. Hace algunos días — respondió tristemente.
— Bueno, no importa. Se lo diré a Koshmar.
Tanto Koshmar como Torlyri no sabían determinar el procedimiento correcto para un día de nombramiento en esta nueva vida. Desde la Partida, no había n tenido ocasión de celebrar un rito semejante.
En el capullo, el día del nombramiento marcaba el ingreso de un niño en la vida adulta y constituía uno de los tres días sagrados en los cuales se permitía a un miembro de la tribu cruzar el umbral y conocer por un instante el mundo exterior. Acompañado sólo de la mujer de las ofrendas, el tembloroso niño de nueve años cruzaba la salida, proclamaba el nombre que había escogido para el resto de su vida y celebraba las acostumbradas ofrendas a los Cinco, aunque algo azorado, atónito, ante la visión del acantilado, y del río, y de la cúpula abierta del cielo, de los Cúmulos de huesos desteñidos y blanqueados, y ante el impacto intoxicante del aire frío… Años más tarde, vendría un segundo rito, el día del entrelazamiento, que señalaría el reconocimiento formal de la madurez del alma. Y la última vez en que la mayoría de los miembros de la tribu acudían al exterior era para encontrarse con la muerte. Si tenían fuerza suficiente para caminar, los escoltaba la cabecilla y la mujer de las ofrendas, o a veces el guerrero mayor.
De otro modo, la mujer de las ofrendas sencillamente los arrastraba al exterior para que aguardaran allí los vientos y las lluvias.
Pero… ¿cómo Podría Hresh salir del capullo para su rito de nombramiento, si para empezar, ya se encontraba fuera?
El ritual en sí había perdido significado, pero el día del nombramiento era algo importante. Torlyri comprendió que una vez más recaía sobre ella la tarea de inventar una ceremonia. Había algo extraño y problemático en el hecho de inventar un rito. ¿Era así como cobraban existencia todos los ritos?, se preguntó. ¿Habrían sido inventados sobre la marcha por la sacerdotisa o el anciano, para hacer frente a alguna necesidad inesperada? ¿No fueron decretados por algún dios?
El dios, dijo para sus adentros, habla a través de la mujer de las ofrendas.
Que así sea. Se disculpó ante Koshmar y se alejó rumbo al lago del aguazancos. Allí se puso de rodillas y solicitó la ayuda de Dawinno, quien le indicó un rito que surgió nítido e indudable en su mente.
Mientras se hallaba allí de rodillas, el aguazancos apareció de nuevo. Lo miró sin temor, sonriendo mientras la criatura desplegaba su vasto cuerpo membranas. Si quisieras hacerme daño, no podrías, pensó. Pero aun cuando pudieras, hoy te sonreiría, y tú no me lastimarías. El aguazancos, agitándose lentamente desde su gran altura, la estudió con gravedad. Y luego le pareció que el animal también le sonreía, y que hallaba agrado en su presencia.
Ella hizo un gesto de asentimiento.
— Los Cinco sean contigo, amigo — lo saludó. El aguazancos se echó a reír, pero la risa pareció más amable que la vez anterior.
Mientras Torlyri regresaba al campamento, vislumbró una bandada de esas criaturas a las cuales Thaggoran había denominado avesangres, que más de una vez se habían abalanzado sobre ellos durante la marcha intentando perforarlos con los picos. Recordó las terroríficas embestidas los chillidos atroces, las heridas que les habían causado… Pero esta vez no sintió motivo de alarma. Las miró sin temor, como había hecho con el aguazancos, y las aves permanecieron en lo alto, volando en círculo sin caer hacia ella.
Así hay que vivir en este sitio, se dijo. Hay que observar a todas las criaturas sin temor; si es posible, incluso con amor, y así no causarán daño.
— Muy bien, éste es el rito — le dijo a Koshmar —. Partiré con él rumbo al bosque, me internaré en las profundidades, lejos de la tribu, en un lugar donde estemos solos, donde junto a nosotros no haya más que las criaturas del bosque. Eso será como abandonar la seguridad del capullo en el rito antiguo. Y él hará sus ofrendas a los Cinco, y entonces se dirigirá a alguna criatura salvaje, no importa a cuál… puede ser una serpiente, un ave, un aguazancos o cualquier otro ser, mientras se trate de una criatura distinta de nosotros. Se acercará a ella en paz y le dirá su nuevo nombre.
Koshmar se mostró preocupada.
— ¿Y eso qué objeto tiene?
— Manifestar que somos gente del mundo y en el mundo, y que de nuevo estamos viviendo entre sus criaturas. Que nos acercamos a ellas con amor, sin miedo, para compartir la naturaleza con ellas ahora que el invierno ha concluido.
— Ah — dijo Koshmar —. Ya veo. — Pero por su forma de decirlo Torlyri supo que no estaba convencida.
Con todo, había llegado el momento de celebrar el día del nombramiento de Hresh, y no había capullo alguno del cual salir. Ése era el nuevo rito que Torlyri había concebido, y ella era la única mujer de las ofrendas que la tribu poseía. ¿Quién podía decirle que se trataba de una ceremonia equivocada? Torlyri instruyó a Hresh sobre lo que debía hacer y juntos partieron al amanecer, solos. Él llevaba un cuenco para las ofrendas, y mientras avanzaba iba recolectando capullos y fresas para obsequiar a los dioses.
— Avísame cuando hayamos llegado al lugar — dijo Hresh.
— No. Eres tú quien debes decirlo — indicó Torlyri.
Sus ojos flameaban de vida y energía. Torlyri sintió que nunca antes había estado ante un niño con tanta vitalidad, y su corazón se desbordó de amor hacia él. ¡Ah, la fuerza de los dioses debía fluir por sus venas!
— Aquí — señaló Hresh.
Había escogido un sitio oscuro, pues los árboles se unían en lo alto mediante redes de enredaderas más gruesas que el brazo de un hombre. La tierra aparecía suave y húmeda. Podrían haber sido los únicos habitantes de la Tierra.
Hresh se arrodilló y realizó las ofrendas.
— Ahora asumiré mí nuevo nombre — anunció.
Buscó una criatura ante la cual declararlo, y al cabo de un rato descubrió que se adentraba en el bosquecillo una bestia de cierto tamaño. Era un animal de las dimensiones de un zorro-rata, pero mucho más agradable, de ojos brillantes y una larga cabeza con forma de huso y dos colmillos dorados, como palas, a ambos lados del hocico. Por debajo del lomo castaño se dibujaba una hilera de franjas amarillas. Tenía las patas delgadas y terminadas en tres pezuñas afiladas: tal vez fuera un animal cavador, que se alimentaba de los insectos del suelo. Observó a Hresh como si nunca antes hubiese visto otro ser como él.
El pequeño se acercó a él.
— Tu nombre es colmillos — de — oro — dijo Hresh.