Al final del invierno | Страница 16 | Онлайн-библиотека


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Prosiguieron. ¿Pero cuánto tiempo pasaría, se preguntaba Koshmar, antes de que tuviera que persuadirlos nuevamente para que la apoyaran?

La marcha les deparó nuevas pérdidas. Un día de ráfagas tórridas y extrañas, el joven Hignord fue arrastrado por algo verde que se retorcía sobre muchas patas y que salió de un hoyo oculto en la tierra. Unos días más tarde, la niña Tramassilu, quien había partido a cazar sapitos entre unos árboles, fue atravesada por una criatura inmensa y lunática que se movía a saltos. Se abalanzó sobre ella apuntando con un largo pico rojo y permaneció revoloteando sobre su cuerpo hasta que Harruel la derribó de un mazazo.

Eso elevaba a cuatro el número de muertes sufridas entre los sesenta que habían iniciado la travesía. Los vientres de las parejas de progenitores acusaban la labor para recuperar a los caídos, pero una vida no se lograba de un día para otro, y la muerte era una acechanza cotidiana. Koshmar se preocupaba por las pérdidas de la tribu, y temía que los miembros disminuyeran peligrosamente si seguían muriendo más mujeres. Hasta ese momento, dos de los fallecidos habían sido hembras fértiles. Un hombre bastaba para fecundar a toda una tribu, Koshmar lo sabía. Pero quienes gestaban a los niños eran las mujeres, y la labor llevaba su tiempo.

Las espesas nubes se abrieron y llovió durante diez días y diez noches, hasta que todos quedaron empapados y malolientes por tanta humedad. Hasta entonces no había llovido durante el viaje. Pero la visión de la lluvia cayendo del cielo pronto perdió toda fascinación.

El fenómeno dejó de constituir una novedad para convertirse en un azote y tormento.

— Vengiboneeza… — comenzaron a decir —. ¿Cuánto falta hasta Vengiboneeza?

Había quienes repetían que en algún punto lejano tenía que haber caído alguna estrella de la muerte, y que debido a la larga distancia no habían oído el impacto, pero que la lluvia era el comienzo de otra época de oscuridad y frío.

— No — declaró Koshmar con vehemencia — Esto es algo que sucede sólo aquí. Antes estábamos en un lugar seco, y éste es húmedo. ¿No veis que estos pastos son tupidos, que el follaje es profuso?

Ella estaba en lo cierto. Prosiguieron, vencidos y calados por el agua, oliendo a pelo mojado. Y al cabo de un rato la lluvia cesó.

Y luego, los días comenzaron a acortarse. Desde que habían abandonado el capullo, cada día había sido un poco más largo que el anterior; pero ahora, sin lugar a dudas, el sol cada vez se ponía más temprano por las tardes.

— ¿Y Vengiboneeza? — comenzó a murmurar de nuevo la tribu.

Koshmar asentía y señalaba al oeste.

— Creo que estamos internándonos en una tierra de noches eternas — señaló Staip. Siempre había sido un hombre jovial, en quien la duda y el pesimismo eran rasgos desconocidos. Pero ya no —. Una tierra oscura también, será fría… — aventuraba.

— Y muerta — acotaba Konya, quien ya no reía ni cantaba. Su natural reserva había vuelto durante las últimas semanas y se había agravado notablemente. Ahora no parecía solamente discreto y solitario, como antes, sino lúgubre y perdido en algún rincón atroz de su alma — Nada puede sobrevivir en un sitio así — se lamentaba —. Deberíamos regresar.

— Debemos continuar — aseguraba Koshmar — Este fenómeno es normal y natural. Hemos entrado en una región donde la oscuridad es más fuerte que la luz. En cuanto la hayamos dejado atrás, las cosas mejorarán.

— ¿Tú crees? — preguntaba Staip.

— Tened fe — pedía Koshmar — Yissou nos protegerá. Emakkis proveerá. Dawinno nos guiará…

Y así continuaban.

Pero, interiormente, la cabecilla no estaba tan segura de que su confianza estuviera justificada. En el capullo, el día y la noche habían tenido idéntica duración. Aquí las cosas eran distintas, sin duda. Pero ¿qué significaba en realidad este cambio en las horas del día? Tal vez Staip tuviera razón y estuvieran internándose en un reino donde el sol jamás se asomaba y donde los aguardaba la muerte por congelación.

Deseaba poder consultar a Thaggoran, quien habría sabido la explicación, o al menos habría inventado algo tranquilizador. Pero Thaggoran ya no estaba allí, y su anciano era una criatura. Koshmar le mandó llamar de todas formas, y cuidándose de no revelar su desazón, le pidió:

— Necesito saber un nombre antiguo, cronista.

— ¿Y qué nombre es ése?

— El nombre que los ancianos daban al cambio de duración de luz y oscuridad. Debe estar en alguna parte de las crónicas. El nombre es el dios: debemos invocar al dios por su nombre correcto en nuestras plegarias, o la luz del sol jamás regresará.

Hresh partió en seguida para examinar los archivos. Revisó el Libro del Camino, el Libro de las Horas y los Días, el Libro del Frío Despertar, el Libro del Resplandor Equívoco, y Muchos otros volúmenes, incluso algunos que de tan antiguos no tenían nombre. Halló parte de la respuesta en un libro y parte en otro, y al cabo de tres días se presentó ante Koshmar.

— Se llaman estaciones. Hay una estación de días luminosos, tras la cual sobreviene una estación de sombras, y luego la estación luminosa vuelve una vez más — le informó.

— Pero claro… las estaciones — reflexionó Koshmar —. ¿Cómo he podido olvidar el nombre? — Y mandó llamar a Torlyri y le ordenó que orara al dios de las estaciones.

— ¿Qué dios es ése? — preguntó la dulce mujer de las ofrendas.

— Pues el dios que trae la época de luz y la época de oscuridad — respondió Koshmar.

Torlyri vaciló.

— ¿Te refieres a Friit? Friit es el Sanador. Él traerá la luz después de la oscuridad.

— Pero no seria propio de Friit provocar la oscuridad — caviló Koshmar — No. Debe ser otro dios.

— Dímelo, entonces, pues no sé a quién debo hacer mi ofrenda.

Koshmar había esperado que Torlyri lo supiera, pero ahora veía que la mujer la miraba aguardando su respuesta.

— Es Dawinno — dijo Koshmar concluyente.

— Sí, el Destructor — respondió Torlyri, sonriendo —. La oscuridad y luego la luz. Eso sí es propio de Dawinno. Él mantiene el equilibrio para que al final las cosas estén en armonía.

Así, cada mediodía, cuando el sol ocupaba el cenit, Torlyri hacía una ofrenda a Dawinno el Destructor, dios de las estaciones. Encendía unos restos de piel vieja y un poco de madera seca en un bello cuenco antiguo de piedra verde pulida, salpicado de vetas doradas. El humo que se elevaba hacia el cielo era su mensaje de gratitud a ese dios cuya sutileza excedía la comprensión humana.

Si bien los días siguieron acortándose, Koshmar ya no tuvo que enfrentarse a más discusiones sobre el fenómeno.

— Son las estaciones — decía, sacudiendo la mano imperiosamente —. ¡Todo, el mundo lo sabe! ¿De qué tenéis miedo? Las estaciones son algo natural, algo normal. Son el don con que nos obsequia Dawinno.

— Sí — musitaba Harruel, en voz baja, pero no lo suficiente para evitar que Koshmar lo oyera —, igual que las estrellas de la muerte…

La tierra también cambiaba. Durante un tiempo era llana, luego la superficie se quebraba para tornarse más inhóspita. Por las fisuras asomaban agudas hojas de piedra escarlata, como cuchillos. Tras ellas encontraron una vista extraña: un objeto inerte de metal, el doble de ancho que un hombre pero sin llegar a la mitad de su altura, de pie sobre una ladera rocosa y desnuda. La cabeza era una cúpula amplia de un solo ojo, y las patas mostraban complejas articulaciones. En alguna época debió de haber tenido una gruesa piel metálica y brillante, pero ahora la superficie aparecía herrumbrosa y horadada por las lluvias de incontables años.

— Es un mecánico — anunció Hresh, tras estudiar los libros —. Este debe de ser el sitio adonde acudieron para encontrar la muerte.

Y, en efecto, un poco más adelante, sobre unas tierras bajas, encontraron muchos más, cientos, miles. Era un bosque de criaturas metálicas agazapadas… un océano que cubría la tierra en todas direcciones. Cada una de ellas se erigía en una reducida zona de soledad, en un imperio privado. Y todas oxidadas y muertas. Era tal la corrosión que se derrumbaban con solo tocarlas, desmoronándose en un cúmulo de polvo.

— En la época del Gran Mundo — explicó Hresh con solemnidad —, estas criaturas vivían en las gigantescas ciudades de unos grandes reinos donde sólo existían máquinas. Pero cuando las estrellas de la muerte comenzaron a caer, ya no quisieron seguir viviendo.

— ¿Qué es una máquina? — quiso saber Haniman.

— Una máquina — replicó Hresh — es un aparato que realiza un trabajo. Es un objeto de metal con inteligencia, fortaleza e intencionalidad, con una clase de vida que no el como la nuestra.

Era la mejor explicación que podía ofrecer. Los demás la aceptaron. Pero no supo qué responder cuando alguien más preguntó por qué un ser con vida, aunque no fuera humana, prefirió renunciar a esa existencia sin luchar cuando llegaron las estrellas de la muerte. Eso de estar dispuesto a ceder la vida era algo que sobrepasaba la capacidad de comprensión de Hresh.

Koshmar recorrió la horda de mecánicos muertos, pensando que tal vez podría hallar alguno con restos de vida para que le indicara cómo llegar a la ciudad de Vengiboneeza, pero los rostros ciegos y oxidados se mofaron de ella con su silencio. Todos estaban más que muertos. Era imposible despertarlos.

Después de eso, entraron en una tierra atrozmente seca y arenosa, más que ninguno de los otros parajes que habían atravesado. Allí no había una sola gota de agua. La tierra se resquebrajaba y crujía bajo la mínima presión de una pisada. No se veía la menor brizna de césped; allí nada crecía. Los únicos animales que poblaban el lugar eran unos seres amarillos que se enrollaban, y que al arrastrarse por el suelo dejaban unas huellas tajantes como cortadas a navaja. Picaron a Staip y a Haniman, y en las piernas les dejaron dolorosas ronchas encarnadas que tardaron varios días en desaparecer. También se ensañaron con algunas reses, que no lograron sobrevivir. A estas alturas ya les quedaban muy pocas cabezas. Habían tenido que sacrificar a la mayoría de los animales que se habían llevado del capullo para alimentarse, y muchos otros se habían fugado o desaparecido, o bien caído víctimas de las criaturas que los acosaban durante la travesía. En este desierto, las gargantas se secaban y los ojos se hundían, y la tribu no cesaba de decir que aceptaría con gusto parte de la lluvia que tanto había maldecido poco tiempo atrás.

Luego abandonaron aquel lugar reseco y entraron en una tierra verde interrumpida por cadenas lacustres y por un río turbulento que cruzaron sobre balsas de madera liviana, obtenida del tronco de una criatura delgada y azul que parecía mitad serpiente y mitad árbol. Pasando el río, se erguía una cadena de montes bajos. Un día, mientras atravesaban las alturas, Torlyri, la de la vista aguda, vislumbró un enorme grupo de hjjks a lo lejos, todo un inmenso ejército de esos seres que marchaba hacia el sur. Bajo la luz cobriza de la penumbra, no parecían mayores que hormigas, abriéndose paso por un desfiladero rocoso, pero debían de ser miles… una multitud terrorífica. Sin embargo, no dieron señales de haber reparado en la pequeña tribu de Koshmar. Los seres-insecto pronto se perdieron de vista más allá de los pliegues montañosos.

Los días volvieron a hacerse más largos. El aire se tornó más tibio, y luego incluso cálido. De vez en cuando desde el norte soplaban nuevas ráfagas de viento, pero cada vez más escasas y con menor frecuencia. Nadie podía dudar de que las garras mortales del invierno se iban aflojando, que por fin dejaba de ser un motivo de preocupación. En ciertas partes del mundo, el invierno continuaba imperando, pero ellos se encontraban en una tierra primaveral, y cuanto más hacia el oeste se dirigían, más apacible se tornaba el tiempo. Koshmar lo vivía como una reivindicación. El dios de las estaciones sonreía sobre ella.

No obstante, ¿dónde estaba Vengiboneeza? Según las crónicas, la capital perdida de los ojos-de-zafiro estaba en el lugar donde el sol se retira a descansar. Pero, ¿dónde quedaba eso? Al oeste, sin duda. Pero el oeste era un sitio inmenso que se extendía sin fin. Cada noche la tribu se encontraba un poco más hacia el Occidente, y cuando el sol desaparecía detrás del fin del mundo, al final de la jornada, resultaba evidente que tanta marcha no los había acercado más a su objetivo.

— Busca de nuevo en los libros — ordenaba la cabecilla a Hresh desesperadamente —. Tiene que haber algún fragmento que has pasado por alto donde detalla cómo llegar a Vengiboneeza.

El pequeño recorría las páginas una y otra vez con las manos. Buscaba en los libros más viejos y polvorientos, en los que sólo hablaban del Gran Mundo. Pero no había nada. Tal vez no se fijaba en los puntos adecuados. O quizá los autores de las crónicas no habían considerado necesario consignar la localización de la gran ciudad, por tratarse de un punto de todos conocido. O posiblemente la información se había perdido. Las crónicas más antiguas no eran los textos originales; de eso estaba seguro. Los verdaderos se «habían destruido de puro viejos hacía cientos de miles de años. El poseía copias de copias de copias, escritas a partir de las maltrechas versiones anteriores por generaciones de cronistas durante la larga noche transcurrida dentro del capullo. ¿Quién sabía qué parte del texto había sido modificada por error, o descartada por entero en ese constante proceso de transcripción? Gran parte del contenido de los textos le resultaba del todo incomprensible. Y lo que allí había, si bien a menudo era suficientemente claro, otras veces tenía la engañosa lucidez espectral de los sueños, donde todo parece correcto y lógico aunque en realidad nada tiene sentido.

Hresh pensó que tal vez fuera el momento de emplear el Barak Dayir Pero tenía miedo. Nunca había tenido miedo de nada, ni siquiera cuando había intentado fugarse del capullo. Pero no, eso no era cierto. Había temido que Koshmar le matara; la muerte le asustaba, para qué negarlo. Pero la muerte era la única pregunta que contenía su propia respuesta, y cuando uno hacía la pregunta y obtenía la respuesta, todo acababa, uno ya no era nada. Así que ésa era la única respuesta que temía.

La pregunta de cómo utilizar la Piedra de los Prodigios bien podría ser la misma que cómo comprender la muerte. Y si no se protegía debidamente, acaso ambas tuvieran idéntica respuesta. Dejó el Barak Dayir en el estuche de terciopelo.

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