Al final del invierno | Страница 14 | Онлайн-библиотека
— Déjame — le ordenó — ¿Quieres? Vete, vete, Haruel.
Por un instante advirtió en su mirada un sentimiento de furia, con una nota de confusión y tal vez otra de miedo. Koshmar no estaba segura con respecto al temor. Siempre había creído que podía leer la mente de con facilidad, pero no en este momento. Él permaneció un instante contemplándola con el ceño fruncido, abriendo y cerrando los labios como si considerara y rechazara diversas respuestas airadas. Al fin, con un malhumorado gesto de respeto, giró sobre sus talones con grandilocuencia y se alejó. Ella permaneció observándolo, agitando la cabeza, hasta que llegó al campamento.
Qué extraño, pensó. Muy extraño.
En este lugar sin muros, todos parecían transformarse bajo la presión de la vida. Descubría los cambios en sus ojos, en sus rostros, en la forma de mover el cuerpo. Algunos parecían estar beneficiándose con las adversidades. Konya, quien siempre había sido un hombre silencioso y reservado, ahora reía y cantaba de pronto en mitad de la marcha del grupo. O el niño Haniman, siempre tan rollizo y holgazán. Ayer había pasado corriendo a su lado y casi no le había reconocido, de tan vigoroso que se había vuelto. Pero otros parecían haberse debilitado y cansado durante la marcha, como Minbain, o el joven Hignord, quien avanzaba con los hombros caídos, arrastrando el órgano sensitivo por el polvo.
Y ahora Harruel, que la seguía para exigir que pronunciara la orden de levantar el campamento, se comportaba casi como si se considerara el cabecilla. Era alto y fuerte, pero nunca había revelado esa clase de ambiciones. Siempre se había mostrado cortés bajo su modo adusto, obediente, confiado. Aquí, en esta tierra sin muros, algo negro y amargo parecía haberse apropiado de su alma y últimamente apenas lograba ocultar su deseo de gobernar la tribu en su lugar.
Desde luego, eso no podía ser. La cabecilla siempre era una mujer: jamás había ocurrido lo contrario desde la fundación de la tribu, y eso nunca cambiaría. Un hombre como Harruel era más fuerte y grande que cualquier mujer, sí, pero la tribu no podía confiar en un hombre como líder, por muy corpulento que fuera. Los hombres no tenían ingenio; los hombres no sabían prever los acontecimientos a largo plazo; los hombres, al menos los hombres fuertes, eran demasiado bruscos, demasiado coléricos, demasiado apresurados. En ellos había demasiada ira, sólo Yissou sabía por qué, y eso les impedía pensar sobriamente. Koshmar recordaba a Thekmur diciéndole que la ira procedía de las bolas que tenían entre las piernas, y que constantemente se les subía a los sesos, incapacitándoles para gobernar. Eso había sido durante las últimas semanas de vida de Thekmur, poco después de que la hubiese designado su sucesora formal. Y Thekmur probablemente había obtenido su conocimiento de los mismos hombres, a quienes había conocido de cerca por haberse aproximado a ellos en condición de mujer, cosa que Koshmar jamás había sentido deseos de hacer.
¡Dioses!, pensó. ¿Será que Harruel me desea?
Era una idea que la horrorizaba y la dejaba perpleja.
Tendría que observarle de cerca. Sin duda, en la mente de Harruel había surgido algo que antes no estaba allí. Si él no podía ser cabecilla en persona, acaso proyectaba convertirse en el cabecilla de la cabecilla. Pero eso e Koshmar jamás permitiría. Sin embargo, a Harruel, necesitaba su portentosa fortaleza, su valentía. Incluso necesitaba su ira. Esta situación exigiría de ella toda su prudencia.
4 — EL CRONISTA
Hresh tuvo que armarse de todo su valor para acudir a Koshmr y pedirle que le nombrara cronista en lugar n. No es que temiera ser rechazado, ya que todo estaba pidiendo algo extraordinariamente inusitado. A lo que más temía era al desdén. Koshmar sabía ser cruel. Koshmar podía mostrarse dura. Y Hresh sabía que ella tenía motivos para sentir desagrado hacia él.
Pero, para su sorpresa, la cabecilla pareció recibir su insólito pedido con afabilidad.
— ¿Historiador, dices? Esa labor tradicionalmente ha recaído en el hombre más anciano de la tribu ¿no? Y tú tienes…
— Pronto cumpliré, nueve años — dijo Hresh resueltamente.
— Nueve. Casi eres el más joven… — ¿No estaba Koshmar ocultando una sonrisa?
— El hombre más anciano ahora es Anijang. Es demasiado tonto para ser cronista, ¿no te parece? Además, ¿qué importa mi edad, Koshmar? Todo ha cambiado nosotros ahora. Aquí se esconden peligros por todas partes. Los hombres deben patrullar constantemente las tierras. Ya nos hemos topado con los zorros-rata, con las avesangres, con los cardofuegos, con los pájaros de alas de cuero, casi todos los días aparece — una criatura nueva. Y esto seguirá así de aquí en adelante. Soy demasiado joven para poder pelear bien. Pero puedo llevar las crónicas.
— ¿Estás seguro? ¿Sabes leer?
— Thaggoran me enseñó. Sé escribir palabras y leerlas. Y también soy capaz de recordar cosas. Muchas de las crónicas ya las sé de memoria. Pregúntame lo que desees. Sobre la caída de las estrellas de la muerte, sobre la construcción del capullo, sobre…
— ¿Has leído las crónicas? — preguntó Koshmar, sorprendida.
Hresh sintió que enrojecía. ¡Qué disparate! Las crónicas estaban selladas. Nadie excepto el cronista podía abrir el cofre que las guardaba. Sin embargo, ya en los días del capullo, Hresh se las había ingeniado para estudiar algunas páginas que Thaggoran había dejado abiertas en su cámara. A veces el anciano se mostraba indulgente o descuidado, si bien jamás había dado muestras de estar al corriente de lo que Hresh hacía. Pero Hresh había realizado casi todas las investigaciones históricas después de la muerte de Thaggoran, subrepticiamente, mientras los demás miembros de la tribu partían en busca de alimentos. A menudo el equipaje quedaba sin guardia; ya no había cronista que vigilara sus tesoros con ojo atento; nadie parecía reparar en que el niño abría el cofre sagrado. O al menos, a nadie parecía importarle.
Hresh dijo débilmente, esperando que Koshmar no descubriera su burda mentira.
— Thaggoran me permitía verlas. Me hizo prometer que jamás se lo contarla a nadie, pero de vez en cuando, como un favor especial…
Koshmar se echó a reír.
— ¿Eso hacía? ¿Es que nadie cumple sus promesas en esta tribu?
Improvisando desesperadamente, Hresh atinó a contestar.
— Le encantaba hablar de viejas historias. Y yo estaba más interesa o que ningún otro, de modo que… él…
— Sí, sí. Ya veo. Bueno, ahora poco importa qué promesas se cumplieron o se dejaron de cumplir antes de nuestra Partida. — Koshmar le observó desde lo que al niño le pareció una altura impresionante. Se perdió en especulaciones privadas durante un rato. Luego, por fin dijo —: Así que cronista, ¿eh? ¡Y ni siquiera tienes nueve anos! ¡Qué idea tan sorprendente! — Entonces, justo cuando Hresh se disponía a alejarse cabizbajo y avergonzado, ella exclamó —: Pero ve, ve a buscar los libros. Déjame ver cómo escribes, y luego decidiremos. ¡Vamos, ve, te digo!
Hresh salió lanzado, con el corazón en la boca. ¿Hablaba en serio? ¿Realmente lo había escuchado en serio? ¿Le concedería su deseo? Así parecía. Desde luego, podía ser que estuviera divirtiéndose cruelmente a costa de él. Pero aunque Koshmar podía mostrarse inclemente, no solía bromear. En ese caso, debía de ser sincera, pensó. ¡Cronista! ¡Él!, Hresh! Apenas podía creerlo. ¡Él sería el anciano de la tribu, sin contar siquiera nueve años!
Ese día, Threyne estaba a cargo de los objetos sagrados. Era una mujer menuda, de ojos grandes, y llevaba en el vientre protuberante un niño por nacer. Hresh se arrojó sobre ella, barbotando que Koshmar le había ordenado ir en busca de los libros sagrados. Threyne se mostró escéptica, y se negó a entregárselos. Finalmente, ambos se dirigieron juntos hacía la cabecilla, transportando el pesado cofre de las crónicas entre los dos.
— Sí — explicó Koshmar —. Le he pedido que trajera los libros.
Threyne la miró atónita. Sin duda, para ella semejante acción equivalía a una blasfemia, pero no se opondría a Koshmar, ni siquiera en eso. Musitando, entregó el cofre a Hresh.
— Puedes retirarte — indicó la cabecilla a Threyne, haciendo un gesto Con la mano como si se quitara una mota de polvo. Cuando Threyne se perdió de vista, Koshmar dijo a Hresh —: Muy bien, ábrelo, ya que pareces saber cómo hacerlo…
Ansioso, Hresh lanzó las manos al cofre, manipulando los pomos redondeados y desplazando los sellos en uno y otro sentido. Los dedos le temblaban con nerviosismo, pero logró abrirlo en un instante. Dentro yacía el Barak Dayir en su estuche, y cerca de él, las piedraluces y los libros de las crónicas apilados como a Thaggoran le gustaba conservarlos: el volumen actual sobre los demás, y por debajo de ellos, el Libro del Camino.
— Muy bien — dijo Koshmar —. Toma el libro de Thaggoran y ábrelo en la última página. Escribe lo que te diré.
Cogió el libro y lo atrajo hacia sí, acariciándolo con respeto. Al abrirlo hizo la señal del Destructor, ya que era Dawinno quien dispersaba, quien arrasaba, y también quien conservaba el saber. Con cuidado, Hresh giró las páginas hasta dar con la última, donde Thaggoran había comenzado a escribir sobre la cara izquierda con su letra elegante la historia de la Partida. El registro de Thaggoran terminaba abruptamente, incompleto, a mitad de la página. La cara derecha estaba en blanco.
— ¿Estás preparado? — preguntó Koshmar.
— ¿Quieres que escriba sobre este libro? — musitó Hresh, sin dar crédito a sus oídos.
— Sí. Escribe. — Frunció el ceño y los labios —. Escribe esto: «Entonces, Koshmar, la cabecilla, decidió que la tribu debía ir en busca de Vengiboneeza, la gran ciudad de los ojos-de-zafiro, ya que allí tal vez hallaran cosas secretas que pudieran ser de valor para repoblar el mundo.»
Hresh se quedó mirándola, sin moverse.
— Vamos. Escribe eso. Sabes escribir, ¿verdad? No me habrás hecho perder el tiempo, ¿verdad? Escribe, Hresh, o por Dawinno que te haré desollar y con tu pellejo me haré un par de botas para las noches de frío. ¡Escribe!
— Sí — murmuró —. Así lo haré.
Oprimió las yemas de los dedos contra la página y se concentró con toda la fuerza de su mente. Envió las palabras que Koshmar le había dictado sobre la hoja sensitiva de pálido pergamino en un furioso y desesperado estallido de su pensamiento. Y para su asombro, los caracteres comenzaron a aparecer casi de inmediato, marrones y oscuros contra el fondo amarillo. ¡Escribía! ¡Realmente estaba escribiendo sobre el Libro de la Partida! Su letra no era delicada como la de Thaggoran, pero aparecía lo bastante inteligible. Era escritura auténtica, clara y comprensible.
— Déjame ver — ordenó Koshmar.
Se inclinó. Escrutó el papel. Asintió.
— Ah… Sí, sí. Sabías hacerlo, ¿eh? Pequeño travieso, pequeño preguntón, ¡realmente sabes escribir! Ay, ay — Frunció los labios y tomó los extremos del libro con firmeza. Aguzó la mirada y pasó los dedos por la página.
Al cabo de un rato, murmuró:
— Así, pues, Koshmar, la cabecilla, decidió que la tribu fuese en busca de la gran ciudad de Vengiboneeza, de los ojos-de-zafiro…
Se parecía mucho, pero las palabras que Koshmar leía no eran exactamente las que había pronunciado un instante atrás, y que Hresh había transcrito. ¿Cómo podía ser? El niño estiró el cuello y escudriñó el libro que Koshmar tenía entre las manos. Pero lo que él había escrito comenzaba así: «Entonces, Koshmar, la cabecilla decidió que la tribu…» ¿Era posible que Koshmar fuese incapaz de leer, que estuviera citando de memoria las palabras que había dictado? Era algo sorprendente. Pero después de reflexionar, Hresh comprendió que en realidad no lo era tanto.
Una cabecilla no necesitaba dominar el arte de leer. Para eso estaba el cronista.
Un instante más tarde, Hresh advirtió otro hecho sorprendente: acababa de enterarse del destino hacia el cual se habían dirigido durante todos esos meses. Hasta ese momento, la cabecilla se había mostrado reacia a divulgar la meta de su travesía. Tal había sido la concentración de Hresh para escribir, que las palabras de Koshmar habían perdido todo significado. Ahora se daba cuenta.
¡Vengiboneeza! Sintió que se le aceleraba el corazón.
¡Pronto partirían en busca de la ciudad más espléndida del Gran Mundo!
Tendría que haberlo sospechado, pensó Hresh, herido en su amor propio. Thaggoran había hablado de estas cuestiones; había dicho que en el Libro del Camino estaba señalado: al final del invierno, el Pueblo saldría de los capullos y entre las ruinas del Gran Mundo sus miembros encontrarían lo que necesitaban para erigirse en amos del planeta. ¿Qué sitio mejor para buscar que en la antigua capital del pueblo de los ojos-de-zafiro? Tal vez Koshmar también lo había comprendido así. O muy probablemente Thaggoran se lo había sugerido. ¡Vengiboneeza! Realmente, la vida se ha convertido en un sueño, pensó Hresh.
Levantó la vista hacia ella.
— Entonces, ¿soy el nuevo cronista?
Koshmar le estudiaba intrigada.
— ¿Qué edad has dicho que tienes? ¿Nueve?
— Todavía no.
— Todavía no tienes nueve años…
— Pero sé leer. Y escribir. Y ya he aprendido muchas cosas, y para mi esto es sólo el comienzo, Koshmar.
— Sí… Tal vez sea la única forma de tenerte bajo control, ¿eh, Hresh? Hresh, el de las preguntas. Leerás estos libros, y ellos darán respuesta a algunas de tus preguntas y te colmarán de interrogantes nuevos. Estarás tan ocupado con los libros que ya no andarás hurgando ni buscando cómo causar problemas.
— Yo descubrí a los zorros-rata aquella ocasión en que salí solo… — le recordó.
— Sí. Es cierto.
— Aparte de causar problemas, también puedo ser útil.
— Tal vez sí…
— ¿No estarás jugando conmigo? ¿De verdad soy el nuevo cronista, Koshmar?
Koshmar se echó a reír.
— Sí, muchacho. Lo eres. Eres el nuevo cronista. Hoy lo proclamaremos. Aunque aún no tienes edad para escoger tu propio nombre. Son nuevos tiempos, y ahora todo es distinto, ¿eh? O casi todo. ¿No lo crees, muchacho?
Y así se hizo. Hresh asumió su nueva función con gran celo. Prosiguió lo mejor que pudo el registro de la Partida, inconcluso por Thaggoran, hasta que lo puso al día e incluyó todas las, aventuras de la tribu. Intentó reconstruir el calendario para que se pudieran observar los rituales puntualmente, pero en la confusión posterior a la muerte de Thaggoran nadie se había preocupado por esa labor. Hresh sospechaba que no había hecho bien los cálculos, de modo que tal vez de allí en adelante las ceremonias de nombramiento y entrelazamiento no se celebrarían en el día preciso. Hizo cuanto pudo por remediarlo, aunque sin mucha confianza en que su trabajo fuese acertado.