Al final del invierno | Страница 13 | Онлайн-библиотека


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— Aquí mismo. Ahora. Me parece que ha pasado un millón de años…

— Sí. Ya lo creo.

Torlyri asintió. Con ternura, acarició la mejilla de su compañera y se tendieron juntas en el suelo. Sus órganos sensitivos se rozaron, se encogieron y volvieron a buscarse. Entonces, suavemente, enroscaron los órganos sensitivos uno alrededor del otro en los exquisitos e intrincados movimientos del entrelazamiento. Ingresaron en los primeros estadios de la unión.

Uno tras otro, fueron atravesando los niveles de contacto, fácilmente, con suavidad, con el arte que da el profundo conocimiento recíproco. Desde niñas habían sido compañeras de entrelazamiento; jamás habían deseado a nadie más, como si hubieran sido mitades innatas de una sola unidad. A algunos les resultaba difícil llegar a entrelazarse, pero no a Koshmar y Torlyri.

Y sin embargo, esa vez hubo pequeñas vacilaciones y desencuentros que Torlyri no esperaba. Koshmar se encontraba inusualmente alerta y tensa; su alma parecía rígida, como una barra de metal en un paraje helado. Tal vez se debe a que hace mucho que no nos entrelazamos, pensó Torlyri. Pero probablemente el problema fuera más complejo que la mera abstinencia. Se abrió a Koshmar y sus almas se fundieron. Torlyri trató de alejar del corazón de Koshmar esa negrura que parecía haber invadido su alma.

Era una comunión mucho más íntima que el apareamiento. Koshmar siempre había observado la cópula con desdén, y Torlyri la había intentado dos o tres veces a lo largo de los años sin encontrar mucho atractivo en ello. La mayoría de los miembros de la tribu copulaba raras veces, ya que el apareamiento provocaba la procreación, y la procreación por fuerza era un hecho infrecuente, dada la escasa necesidad de renovar la población que tenía el capullo. Pero entrelazarse… ¡ah, eso era algo distinto!

El entrelazamiento era una forma de amar, sí, y una forma de curar, y en algunos casos una forma de obtener conocimientos que no podían adquirirse por otros medios. Y además, era muchas otras cosas.

Sus cuerpos y sus almas se estrecharon, y juntas flotaron hacia las profundidades, progresivamente, por los incontables niveles que conducían a esa meta de oscura y plácida unión. Iban a la deriva, como plumas sobre tibias ráfagas, leves, transportadas sin esfuerzo… Recorrían sin dificultad los acantilados rocosos y las ásperas hondonadas del alma, eludiendo con pura simplicidad los cañones traicioneros y las emboscadas de la mente. Por fin, ambas se atravesaron por completo hasta encontrarse unidas, conteniendo y encerrándose mutuamente, cada una abierta en su totalidad al flujo y al rumor del alma de su compañera. Torlyri buscó el origen de la angustia de Koshmar, pero no lo encontró. Pero luego, en la dichosa unión del entrelazamiento, ya no pudo consagrarse a otra cosa que no fuera la unión misma.

Después permanecieron juntas, abrazadas en la tibieza de su plenitud.

— ¿Se te ha ido? — quiso saber Torlyri —. La sombra, esa nube que había dentro de ti…

— Creo que sí.

— ¿Qué era? ¿Quieres decírmelo?

Koshmar se mantuvo en silencio durante unos instantes. Parecía esforzarse por articular la angustia que había en su interior y que Torlyri había percibido durante el entrelazamiento como un apretado nudo de sombras, imposible de penetrar, de comprender, de desenredar…

Al cabo de un rato, Koshmar hundió los dedos con firmeza en la tupida piel oscura de Torlyri, y empezó, como desde muy lejos:

— ¿Recuerdas lo que dijo el hjjk, recuerdas sus últimas palabras?: «No hay humanos, mujer-de-carne».

— Sí. lo recuerdo.

— No puedo olvidarlo… Me quema, Torlyri. ¿Qué habrá querido decir?

Torlyri se dio media vuelta y acercó los ojos a los de Koshmar, brillantes e intensos.

— Sólo estaba desvariando. Deseaba perturbarnos, eso es todo. Estaba impaciente, molesto porque no lo dejábamos pasar. Por eso dijo algo al azar para herirnos. Fue sólo una mentira.

— Pero sobre los zorros-rata no mintió — señaló Koshmar.

— Aun así, eso no significa que todo lo demás fuera cierto.

— ¿Y si lo es? ¿Y si somos los únicos que quedan.

— Koshmar parecía arrancarse las palabras desde el fondo del pecho.

El escalofriante pensamiento resonó con las especulaciones que Torlyri había sopesado minutos antes.

— Lo mismo he pensado yo, Koshmar. Y he sentido la responsabilidad que recae sobre nosotros si somos los últimos sesenta humanos que hay en el mundo… si todos los demás perecieron durante las carencias del Largo Invierno — declaró con tono sombrío.

— Sí, qué terrible responsabilidad…

— ¡Cómo debe pesar sobre ti, Koshmar!

— Pero ya me siento menos preocupada. Ahora que nos hemos entrelazado, Torlyri, me siento más fuerte. — ¿Ah, sí? Koshmar se echó a reír.

Tal vez sólo necesitaba entrelazarme contigo, ¿eh? Me sentía muy angustiada. Tenía la sensación de haber cometido alguna insensatez. Y el castigo por la estupidez es siempre terrible. Sabía que era la única responsable, que había sido yo quien decidió abandonar el capullo, que Tahaggoran había albergado sus dudas y que tú…

— Sacudió la cabeza —. Como siempre me has alentado, Torlyri. Has compartido tu fortaleza conmigo y me has ayudado a seguir. El hjjk mentía, ¿eh? No somos los únicos. Encontraremos a los demás y reconstruiremos el mundo. ¿No es así? Desde luego. Desde luego. ¡Quién lo pondría en duda! ¡Ay, Torlyri, Torlyri! ¡Cuánto te amo!

La abrazó con exaltación. Pero Torlyri respondió a su gesto con reservas. En los últimos momentos había percibido que se producían ciertos cambios en su alma, oscureciéndola con una sombra densa y lúgubre. Las incertidumbres del día anterior habían regresado. La suerte del Pueblo otra vez parecía estar en precario equilibrio sobre un abismo infinito. Se hallaba perdida en dudas y cavilaciones, como si Koshmar le hubiese transmitido su angustia durante la comunión del entrelazamiento.

Al cabo de un rato, Koshmar se apartó y le pregunto:

— ¿Ahora eres tú la que está preocupada?

— Tal vez sí.

— No lo permitiré. ¿Has aliviado mi alma a costa de la tuya?

— Si te he alejado de tus temores, me siento feliz — dijo Torlyri —. Pero sí. Supongo que los miedos que te acosaban ahora hacen mella en mí. — Tomó un puñado de arena y lo arrojó con irritación. Al fin dijo —, ¿Y si fuéramos los únicos humanos, Koshmar?

— ¿Sí fuéramos los únicos? — repitió Koshmar con altivez —. Pues en ese caso heredaremos la Tierra. ¡Nuestro grupo! La convertiremos en nuestro reino. La poblaremos con nuestra especie. Debemos ser muy cautos, porque en caso de que no hubiera más humanos que nosotros, seríamos algo muy preciado.

La súbita vivacidad de Koshmar era irresistible. Casi al instante Torlyri sintió que las preocupaciones comenzaban a disiparse.

— Y, sin embargo — prosiguió Kohsmar —, poco cambia que seamos los últimos o que haya algunos otros más. En todo caso, debemos avanzar con cautela, a lo largo de todos los peligros que este mundo nos depare. Sobre todo, debemos resguardarnos y protegernos los unos a los…

— ¡Oh, mira, mira Koshmar! — exclamó Torlyri.

Señalaba el castillo de los insectos. La criatura alambre se había liberado por completo de la capa de tierra que la cubría. Era inmensamente larga, más o menos con la longitud de tres o cuatro hombres. Arqueándose hacia arriba y dejándose caer, azotaba las elaboradas torres y paredes de la estructura. Su rostro sin ojos ni rasgos terminaba en unas fauces abiertas. Cuando dejó el castillo al descubierto, comenzó a devorar a los pequeños insectos rojos y los escombros de tierra derruidos en una sucesión de mordiscos voraces que no tardaron en acabar por completo con los artífices de la construcción.

Koshmar se estremeció.

— Sí: peligros por todas partes. Te dije que quería.

— ¡Pero sí no te ha hecho daño!

— ¿Y a los insectos cuyo castillo está destruyendo?

Torlyri sonrió.

— No les debes ningún favor, Koshmar. Todas las tienen que comer, aun estos seres desagradables con forma de alambre. Ven, déjalo terminar su desayuno en paz.

— A veces pienso que eres menos tierna de lo que pareces Torlyri.

— Todas las criaturas tienen que comer… — concluyó.

Dejó a Torlyri para que finalizara el rito que había interrumpido y regresó al campamento de la tribu. Ya había asado la hora del amanecer, y la gente iba y venía por doquier.

Se detuvo sobre un montículo y dirigió la mirada al oeste. Era bueno sentir sobre la espalda y los hombros el calor del sol matinal.

La tierra que yacía por delante se aplanaba para formar un amplio valle sin montañas, sin árboles y casi sin rasgos de ninguna clase. Era una tierra muy seca y arenosa, sin lagos, sin ríos. Sólo la humedecería el más débil de los arroyos. Aquí y allá, se veía la cúpula redondeada de algunas colinas. Parecía como si alguna fuerza gigantesca las hubiera aplastado y erosionado. Muy probablemente así había sucedido. Koshmar trató de imaginar las enormes capas de hielo depositadas sobre la tierra. Hielo tan pesado que fluía como un río… Hielo que cortaba las montañas, que las reducía a escombros, que las arrasaba durante los cientos de miles de años del largo Invierno. Eso es lo que Thaggoran había dicho que el mundo había sufrido mientras la tribu anidaba en el capullo.

Koshmar deseaba que Thaggoran estuviese allí, con ella, en ese momento. Ninguna otra pérdida podía haber sido más dolorosa. No había advertido hasta qué punto se apoyaba sobre él hasta que se enfrentó con su muerte. Había sido la mente y el alma de la tribu. Y los ojos de la tribu. Sin él eran un Pueblo ciego, avanzando a tientas de un lado a otro, sin saber nada de los misterios que los rodeaban por doquier.

Apartó aquel pensamiento. Thaggoran había sido importante, pero no indispensable. Nadie lo era. No permitiría que su muerte le doblegara el espíritu. Con o sin Thaggoran, seguirían adelante, y sí era necesario abrirían una senda por el vientre redondo de la tierra, ya que su destino era proseguir hasta lograr lo que estaba escrito que debían conseguir. Sabía que su tribu era un pueblo especial. Y ella era una cabecilla especial. De eso también estaba segura. Nada la disuadiría.

A veces, durante esos días de marcha, cuando se sentía aun insegura, y cuando la fatiga, el resplandor del sol y el viento seco y frío transmitían dudas y flaquezas a su alma, llamaba mentalmente a Thaggoran y se valía de él para reafirmar su resolución.

— ¿Qué dices, anciano? — preguntaba —. ¿Debemos regresar? ¿Encontraremos en algún lugar una montaña segura y podremos construir un nuevo capullo para nuestro pueblo?

Y él sonreía. Se inclinaba hacia ella, buscando su mirada con aquellos ojos ancianos y enrojecidos, y contestaba.

— No digas tonterías, mujer.

— ¿Son tonterías?

— Naciste para hacernos partir del capullo. Es lo que los dioses esperan de ti.

— Los dioses… ¿Quién puede entender a los dioses?

— Así es — decía el viejo Thaggoran — No nos corresponde a nosotros interpretar a los dioses. Sólo estamos aquí para hacer lo que ellos nos señalan, Koshmar.

¿Eh? ¿Qué dices a esto?

— Seguiremos adelante, anciano. Nunca podrás conde que regresemos — replicaba ella.

— Lejos de mí tal intención — respondía, antes de desaparecer de su vista en una niebla transparente.

Ahora, de cara al oeste, Koshmar trataba de leer las profecías inscritas sobre el duro cielo azul. Al norte se extendía una línea de suaves nubes blancas, Muy altas, muy distantes. Bien. Las nubes grises, bajas y pesadas eran nubes de nieve. No veía ninguna de ellas en este momento. Las que contemplaba no entrañaban peligro alguno. Al sur se alzaba una línea de polvo que se agitaba sobre el horizonte. Eso podía significar cualquier cosa. Tal vez fueran altos vientos acuchillando el suelo seco. O una manada de bestias inmensas avanzando en tropel hacia ellos. O un ejército enemigo. Cualquier cosa. Cualquier cosa.

— ¿Koshmar?

Se dio la vuelta. Harruel se le había acercado sin que ella lo notara. Se había detenido de pie a su lado. Su figura gigantesca, poderosa, de hombros anchos y talle macizo, proyectaba una enorme sombra que se alargaba hacia un lado como un manto negro tendido sobre la tierra. Tenía el pelaje de un tinte rojizo y oscuro, y le crecía en las mejillas y el mentón formando una barba salvaje que ocultaba sus rasgos, dejando sólo a la vista unos ojos azules y fríos.

Koshmar se sintió irritada ante esta forma de aparecer en silencio, ante su cercanía casi irreverente.

— ¿Qué sucede, Harruel? — preguntó fríamente.

— ¿Cuándo levantaremos el campamento, Koshmar?

Se encogió de hombros.

— No lo sé. Aún no lo he decidido. ¿Por qué me lo preguntas?

— Quieren saberlo. No les agrada este sitio. Les resulta muy seco, inhóspito. Quieren seguir adelante.

— Si tienen alguna pregunta, que me la hagan a mí, Harruel.

— No te encontraban por ninguna parte. Supusimos que habías salido por ahí con Torlyri. Me lo preguntaron, pero no supe qué responderles.

Le miró con fijeza. En su voz había un tono que nunca antes había percibido. Con aquel mero sonido parecía estar insinuando ciertas críticas hacia ella: era un tono áspero, recriminatorio. Casi había algo de desafío en él.

— ¿Tienes algún problema, Harruel?

— Problema? ¿Qué clase de problema? Ya te lo he dicho: quieren saber cuándo nos marcharemos de aquí.

— Debían habérmelo preguntado a mí.

— Ya te lo he explicado, no te encontraban por ninguna parte.

— Lo mejor habría sido — prosiguió, ignorando la respuesta de Harruel — que no se lo hubiesen preguntado a nadie, y que aguardaran a que yo se lo explicara.

— Pero me lo preguntaron a mí. Y yo no supe qué decirles.

— En efecto — replicó Koshmar —. No había nada que explicar. Todo lo que tenías que haber respondido es. «Nos aquí hasta que Koshmar ordene que nos marchemos.» Tales decisiones me corresponden a mí. ¿O acaso preferirías tomarlas en mí lugar, Harruel?

La miró azorado.

— ¿Cómo podría hacer semejante cosa? ¡Tú eres la cabecilla Koshmar!

— Sí. Será mejor que no lo olvides.

— No comprendo qué estás tratando de…

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