Al final del invierno | Страница 12 | Онлайн-библиотека


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— Vamos — ordenó con voz áspera y sonorosa —. Vámonos de aquí antes de que sea demasiado tarde.

Y corrieron hacia los viajeros de nuevo. Harruel llevaba a Hresh en brazos, por temor a que fuera hipnotizado por segunda vez y se encaminara a la misma perdición. A sus espaldas, el sonido de las grandes cabezas se hizo más y más insistente y fuerte durante un momento, para luego desaparecer en la distancia.

Cuando los hombres llegaron hasta la tribu, encontraron una escena de caos y confusión. Había comenzado un nuevo ataque de las avesangres. Las feroces criaturas de ojos blancos habían aparecido de improviso desde la oscuridad, por el este, en apretada formación. Se abalanzaban aullando sobre los miembros de la tribu, dispuestas a herir con sus agudos picos, Delim luchaba contra una que le había atrapado la cabeza entre las alas batientes, y Thhrouk combatía contra dos a la vez. Lakkamai, lanzándose hacia delante, arrancó la avesangre del cuerpo de Delim y la partió en dos. La mujer se agachó, llevándose las manos al rostro. Tenía un ojo ensangrentado. Harruel hendía el aire con la espada, abatiendo a una tras otra. Koshmar gritaba palabras de aliento mientras luchaba junto a los demás. Todavía se oía el pesado retumbar de las criaturas lejanas, y por encima de él, los agudos chillidos de las avesangres.

La batalla duró diez minutos. Luego, los pájaros desaparecieron tan repentinamente como habían llegado.

Seis miembros de la tribu habían resultado heridos. De ellos, la más grave era Delim. Torlyri le vendó la herida, pero ya nunca mas volvería a ver por ese ojo. Harruel había recibido dos heridas en el brazo que utilizaba para manejar la espada. Konya también había sufrido daños. Todos se sentían exhaustos y desanimados.

Y ya estaba cayendo la noche. La última luz del sol moribundo arrojaba sobre la planicie un manto carmesí.

— Muy bien — anunció Koshmar —. Es demasiado tarde para continuar. Montaremos el campamento aquí.

Harruel sacudió la cabeza.

— Aquí no, Koshmar. Tenemos que alejarnos más de pesas criaturas — boca. ¿No las oyes? El sonido que emiten es peligroso. La gente se dirigirá hacia ellas durante la noche, avanzando como sonámbulos hacia las mandíbulas abiertas, si nos quedamos aquí.

— ¿Estás seguro?

— Casi perdemos a Hresh — señaló Harruel —. Se dirigía directamente a una de las bocas.

— ¡Yissou! — Koshmar contempló con el ceño fruncido las inmensas cabezas que se recortaban contra el horizonte. Al cabo de un rato escupió y dijo —: Muy bien. Avancemos.

Siguieron andando hasta que fue tan de noche que ya, no pudieron proseguir. Desde allí, el retumbar de las cabezas apenas se percibía. Doloridos, con los pies llagados, con el alma maltrecha, los miembros del Pueblo se dejaron caer con alivio en un lugar donde de la arena manaba una débil corriente.

— Fue un error — suspiró Staip en voz baja.

— ¿Te refieres a haber abandonado el capullo? — preguntó Salaman —. ¿Crees que tendríamos que habernos quedado? ¿Y arriesgarnos a luchar con los comehielos?

Harruel los miró con gesto hosco.

— No nos equivocamos al emprender la Partida — declaró con firmeza —. Sin lugar a dudas, es lo que debíamos hacer.

— Yo me refiero a haber venido en esta dirección — rectificó Staip —. Koshmar se equivocó al traernos por estas planicies miserables. Teníamos que habernos dirigido hacía el sur, hacía la luz del sol.

— ¿Quién sabe? — dijo Harruel —. Un camino es tan bueno como cualquier otro…

En la oscuridad se oían extraños sonidos nocturnos: susurros, cloqueos, chillidos distantes. Y siempre el lejano retumbar de las cabezas gigantes, que lanzaban su pregón hambriento mientras aguardaban al pie de las colinas que se acercaran sus presas indefensas.

Era la quinta semana de la travesía. Torlyri, despertándose al alba, como siempre, para hacer las ofrendas matinales, rodó, se desperezó y se puso en pie, El sol la bañó con su resplandor jubiloso. Silenciosamente, salió del campamento mientras los demás dormían y buscó, hacia el oeste, hasta dar con un sitio propicio para realizar las ofrendas. Parecía un lugar sagrado: un declive abrigado donde miles de pequeños insectos de lomo carmesí construían laboriosamente una intrincada estructura de tierra arenosa. Se arrodilló junto a la construcción, dijo las palabras, pronunció los Nombres y preparó las ofrendas.

La luz del alba era poderosa, tibia y benéfica. En los días pasados había comenzado a notar que el tiempo parecía hacerse más apacible. Al principio, todos los días había despertado entre escalofríos y temblores, pero últimamente el aire de la mañana era suave y agradable, aunque aún no llegaba a ser suave ni agradable.

Era un indicio que le infundía confianza. Después de todo, tal vez ésta fuera realmente la Nueva Primavera.

Torlyri nunca se había sentido segura de ello. Al igual que el resto de la tribu, se había dejado arrastrar fuera del capullo por el insistente optimismo de Koshmar. Por amor a Koshmar no había expresado ninguna oposición tenaz, pero sabía que en la tribu había quienes hubiesen preferido quedarse en el capullo. Partir representaba un paso gigantesco. Era un cambio tan grande que Torlyri apenas podía creer en lo que habían hecho. La tribu había vivido siempre en el capullo; o casi siempre, lo cual era lo mismo. ¡Durante ciento de miles de años, así lo había dicho el viejo Thaggoran. A Torlyri le resultaba imposible imaginar un periodo de cientos de miles de años, o incluso de miles… Mil años era la eternidad. Cien mil años era cien veces la eternidad.

Pero después de haber vivido cien veces la eternidad en el capullo, todos habían partido obedientemente. Como sonámbulos, habían seguido a Koshmar hacia el exterior, hacia un mundo de impensables peligros.

Los feroces zorros-rata, que mostraban los dientes al aullar… había sido una suerte que la tribu estuviera sobre aviso, pues en caso contrario, los muertos habrían sido más de dos. Luego, las avesangres… ¡qué tarea tan espantosa había sido desembarazarse de ellas! Y luego, los otros seres que siguieron, los de las alas de cuero… Y tras ellos, los…

Torlyri lo sabía: en esas planicies les acechaban peligros sin fin. Y allí hacía frío, incluso en ese momento, y la tierra era seca y desalentadoramente árida, y no había muros. No había muros. El capullo ofrecía una total seguridad. Allí no la había en absoluto.

¿Y si se hubieran apresurado demasiado a partir del capullo?

En verdad, habían transcurrido siglos desde la época del último gran cataclismo, según Thaggoran. Pero tal vez éste fuera sólo uno de los intervalos de tranquilidad entre una estrella de la muerte y la siguiente.

Minbain había expresado idénticos temores uno o dos días antes, cuando se acercó a Torlyri para obtener la comunión de Mueri. Era la tercera vez en aquella semana que Minbain solicitaba dicha comunión. La marcha parecía resultarle más dura que al resto de las mujeres, tal vez porque era de cierta edad, aunque había otras más ancianas que Minbain y toleraban bien la travesía. Pero se la veía demacrada y abatida, llena de incertidumbres.

— Thaggoran solía contarnos — dijo Minbain — que cuando caían las estrellas de la muerte, transcurrían cinco mil años en paz. Pero eso no significaba que todo hubiera terminado. Siempre, después de un período sin estrellas de la muerte, caía una nueva. ¿Cómo podemos estar seguros de que el mundo ha visto ya la última?

— Yissou, el Protector, nos ha hecho partir — respondió Torlyri en tono consolador, odiándose por la suavidad con que pronunciaba su mentira piadosa.

— ¿Y si no fue el Protector quien nos indujo? — preguntó Minbain —. ¿Y si fue el Destructor?

— Paz — murmuró Torlyri —. Acércate a mí, Minbain. Déjame aliviar tu alma.

Sin embargo, había escaso reposo para la suya. Se esforzaba por ocultarlo, pero ella sentía tantos temores como Minbain. Nada aseguraba que fuera el verdadero momento de la Partida. Torlyri creía que los dioses les deseaban lo mejor, pero no había forma de comprender las obras de los dioses, quienes tal vez, en su gran sabiduría, habían decidido conducir a la tribu a un error fatal.

¿Cómo se podía saber lo que iba a ocurrir? Mañana, pasado mañana, o al cabo de dos días, bien podían ver cola de una estrella de la muerte surcando los cielos, y luego el mundo entero se sacudiría con la fuerza de la colisión, y el cielo se ennegrecería, y desaparecería todo el calor, y el sol quedaría oculto, y las criaturas que necesitaban de tibieza no tendrían donde refugiarse y terminarían pereciendo. Eso había ocurrido muchas otras veces, en los setecientos mil años del Largo Invierno: ¿cómo podían estar seguros de que no volvería a suceder? Para la tribu, era una deuda con la humanidad preservarse segura hasta que el Largo Invierno finalmente hubiera terminado. Torlyri se preguntaba si sería posible que ellos fuesen los únicos supervivientes.

La idea la atemorizaba. ¡Sólo un frágil grupo de sesenta hombres, mujeres y niños irguiéndose entre la humanidad y la extinción! ¿Cómo podemos arriesgarnos a la destrucción, si somos los únicos supervivientes de nuestra especie? Era como si ellos llevaran sobre los hombros el peso de la presencia humana sobre la Tierra a lo largo de todos esos millones de años: todo se reducía a esta pequeña tribu, a esos pocos seres endebles que viajaban a través de las desoladas planicies. Y eso le parecía algo terrorífico.

Sin embargo… los días eran cada vez más tibios.

Habría sido pueril que el Pueblo se acurrucara en su capullo hasta el fin de los tiempos, aguardando tener la absoluta certeza de que al fin podían emerger con seguridad. Los dioses nunca dan absoluta certeza de nada. Hay que arriesgarse y tener fe. Koshmar creía que la partida era segura. Las profecías se lo habían indicado. Y Koshmar era la cabecilla. Torlyri sabía que nunca lograría contemplar las cosas con la visión clara y osada de Koshmar. Por eso Koshmar era la cabecilla, y ella, una mera sacerdotisa.

Prestó atención a las ofrendas de la mañana. Poco a poco comenzó a sentirse mejor. Yissou realmente protegía y nutría. Los dioses no los habían traicionado al permitir que Koshmar hiciera partir al Pueblo. Todo iría bien. Habían conocido grandes peligros, y aún les aguardaban muchos más en adelante, pero todo iría bien. Estaban protegidos por Yissou.

El Tiempo de la Partida había hecho necesaria la invención de un nuevo rito para el alba. Ya no había que hacer los cotidianos intercambios de objetos procedentes del capullo y del exterior. Ahora, en cambio, cada noche Torlyri llenaba un cuenco con tallos de pasto y granos de tierra del lugar en donde se encontraban, y por la mañana lo orientaba hacia los cuatro confines del cielo e invocaba la protección de los dioses. Luego llevaba el contenido del cuenco al campamento, para vaciarlo por la noche en el campamento siguiente. De esa forma, Torlyri construía una religiosidad continua, mientras el Pueblo se abría camino por la faz de ese mundo desconocido.

A ella le resultaba vital asegurar esa continuidad. Ahora que Thaggoran había muerto, era como si todo el pasado se hubiera desvanecido, como si la tribu hubiese quedado huérfana, sin ancestros ni herencia. Avanzaban a tientas hacia la oscuridad, adivinando cada situación que les aguardaba más adelante. La muerte del cronista había cercenado cruelmente sus pasados, lo cual les forzaba a crear una nueva madeja de historia que se proyectara hacia los años venideros.

Cuando esa mañana Torlyri concluyó los ritos, se puso en pie para retornar al campamento. Inesperadamente, algo se movió bajo sus pies, sobre la tierra. Echó un vistazo, hurgó en el suelo arenoso, y lo sintió temblar en respuesta a sus movimientos. Dejó el cuenco a un lado, rastrilló la superficie de la tierra y dejó al descubierto algo que parecía una gruesa soga, rosada y brillante, enterrada a poca profundidad. Se retorcía de modo convulsivo, como irritada. Extendió la punta del dedo y tocó el animal. Éste se sacudió con tanto vigor que una larga porción de su cuerpo, como dos brazos humanos, emergió de la tierra y se arqueó en el aire como un alambre tensado. La cabeza y la cola de la criatura permanecían ocultas.

— ¡Qué culebra tan desagradable! — se oyó una voz desde arriba —. ¡Mátala, Torlyri! ¡Mátala!

Alzo la mirada. Koshmar estaba de pie en lo alto de la pendiente.

— ¿Por qué estás aquí? — preguntó Torlyri.

— Porque no quería estar allí — respondió Koshmar, sonriendo de modo curiosamente tímido.

Torlyri comprendió. Esa sonrisa no dejaba margen para la duda. Koshmar quería entrelazarse, algo que no habían hecho desde que habían dejado el capullo.

Allí había cámaras de entrelazamiento para estar en privado; pero aquí, bajo la inmensa cúpula del cielo, no había intimidad alguna. Y en cierta manera, durante las tensiones y sorpresas de la travesía no les había parecido apropiado entrelazarse, a pesar de que era algo esencial para el bienestar del alma. Para Koshmar, al parecer, era algo que no podía postergarse más. Por eso había seguido a Torlyri hasta el lugar de las ofrendas, y Torlyri se sentía dichosa. Con afecto, tendió la mano a su compañera de entrelazamiento. Koshmar descendió por la pendiente hasta ella.

La criatura seguía retorciéndose sobre la arena. Koshmar extrajo su cuchillo.

— Si tú no la matas, lo haré yo.

— No — dijo Torlyri.

— ¿No? ¿Por qué no?

— No nos ha hecho daño. No sabemos que es. ¿Por qué no la dejamos en paz, Koshmar, y que se marche a algún otro sitio?

— Porque me resulta detestable. Es espantosa.

Torlyri la miró extrañada.

— Jamás te había oído hablar así. ¿Matar por puro gusto de matar, Koshmar? No es propio de ti. Déjala vivir. Matar sin necesidad es un pecado contra el Dador. Deja tranquila a la criatura. — Algo perturbaba a Koshmar. Torlyri trató de distraerla —. Mira allí, qué castillo han construido esos insectos.

— Extraordinario… — comentó Koshmar, indiferente.

— ¡Lo es! Mira, han hecho una puertecílla, ventanas y pasadizos, y por aquí…

— Sí, maravilloso — la interrumpió Koshmar sin prestar atención. Dejó a un lado el cuchillo. Al parecer, también había perdido interés por la culebra —. Entrelázate conmigo, Torlyri.

— Desde luego. Aquí mismo, ¿te parece?

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