Al final del invierno | Страница 11 | Онлайн-библиотека
Harruel comenzó a entregar espadas a todos excepto a los niños más pequeños. Thaggoran, acuclillado ante el fuego, apuntó su órgano sensitivo hacia el lago seco para captar las emanaciones de los zorros-rata.
— Se acercan! — gritó el anciano —. ¡Los percibo, se dirigen hacia aquí!
Koshmar, Torlyri y Harruel, espadas en mano tomaron posiciones hombro con hombro en el sector occidental del campamento. Qué imponentes se ven, pensó Hresh: la cabecilla, la sacerdotisa, el gran guerrero. Detrás de ellos se alzaban nueve más, y luego otra hilera de a nueve. En medio, quedaban protegidos los niños y las mujeres embarazadas.
Oyó que Koshmar invocaba los nombres de los Cinco Celestiales, la vio hacer las Cinco Señales, y luego, repetidas veces, la señal de Yissou, el Protector.
También él murmuró una plegaria a Yissou. De toda su tribu solo él había visto a los zorros-rata, a los largos hocicos, los feroces ojos diminutos, las aguzadas hojas de los dientes.
— Durante un intervalo interminable, nada sucedió. Los guerreros que custodiaban el acceso al campamento caminaban en círculos impacientes. Hresh comenzó a preguntarse si no habría soñado los zorros-rata allí en la oscuridad. Se preguntó, también, con qué severidad lo reprendería Koshmar, en caso de que resultara ser una falsa alarma.
Pero entonces, de repente, el enemigo cayó sobre ellos. Hresh oyó unos terribles chillidos agudos, y percibió un extraño olor nauseabundo; un instante más tarde, el campamento quedó invadido.
— ¡Yissou! — exclamó Koshmar —. ¡Dawinno!
Los zorros-rata se abalanzaban desde todos los puntos a la vez, saltando, rechinando, rugiendo, mostrando los dientes.
Las mujeres comenzaron a gritar, y también algunos de los hombres. Nadie había visto jamás animales como ésos, animales que comían carne y utilizaban los dientes como armas. Y nadie había luchado nunca antes de ese modo: era una lucha de verdad, no sólo una trifulca social entre amigos. Era una batalla por la supervivencia. Todo había sido tan cómodo en el capullo… tan protegido, Pero ya no estaban en el capullo.
La horda de zorros-rata los cercaba, como si buscara dispersarlos para dar con los miembros más débiles de la tribu. El olor fétido que despedían saturaba el aire. Bajo la vacilante luz del fuego, Hresh atisbó sus ojos redondos y rojos, los órganos sensitivos largos y desnudos. Eran tal como los había percibido con su segunda vista hacía un momento, pero tal vez más repulsivos. ¡Qué seres espantosos, qué monstruos!
Se replegó hacia el centro del grupo, sosteniendo la espada que Harruel le había dado, sin estar muy seguro de qué hacer con ella. Había que tomarla por aquí, ¿verdad? Y lanzarla… ¿hacia arriba? Que se acerque uno de esos zorros-rata y lo sabría al instante, se dijo.
La inmensa figura de Harruel se recortaba contra la oscuridad, propinando golpes, gritando, golpeando de nuevo… Y allí estaba la valiente Torlyri, manteniendo a raya a puntapiés a una de las bestias mientras atravesaba a otra con la punta de la espada. Lakkamai luchaba bien, y también Konya y Staip. Salaman, quien no era mucho mayor que el mismo Hresh, abatió a dos con sucesivos golpes de espada. Koshmar parecía estar en todas partes al mismo tiempo, empleando no sólo el afilado extremo de la espada, sino también el mango, lanzándolo con regocijo sediento de sangre a la dentada boca de un zorro-rata tras otro. Hresh escuchaba unos aullidos pavorosos. Los zorros-rata se gritaban entre sí en lo que sólo podía ser una especie de idioma: «Matar… matar… matar… carne… carne…» Y alguien, un humano, emitía un grave murmullo de temor.
Entonces, tan rápidamente como comenzó, la batalla pareció terminar.
Al cabo de un momento todo quedó inmóvil. Harruel permanecía de pie, reclinado sobre la espada, respirando con dificultad y limpiando un hilo de sangre que le corría por el muslo. Torlyri estaba de rodillas, temblando de terror y repitiendo una y otra vez el nombre de Mueri. Koshmar, con la espada preparada, buscaba más agresores, pero habían desaparecido. Por todas partes se veían zorros-ratas muertos, ya casi rígidos, más espantosos en muerte que en vida.
— ¿Hay alguien herido? — preguntó Koshmar —. Responded cuando oigáis vuestro nombre. ¿Thaggoran?
Silencio.
— ¿Thaggoran? — repitió con intranquilidad, pero no se escuchó respuesta alguna —. Búscalo — ordenó a Torlyri. ¿Harruel?
— Sí.
— ¿Konya?
— Aquí Konya.
— ¿Staip?
— Sí. Staip.
Cuando llegó el turno de Hresh, apenas podía hablar, tan grande era su emoción por todo lo que había sucedido durante la noche. Alcanzó a desgranar su nombre en un áspero murmullo.
Al fin todos fueron contabilizados, salvo dos. Tres, en realidad, ya que uno de los fallecidos era Valmud, una mujer amable aunque no inteligente, que formaba parte del grupo de las reproductoras. Estaba encinta. Eso ya era un hecho grave de por sí. Pero la otra muerte era catastrófica.
Fue Hresh quien lo encontró, tendido sobre unas hierbas muertas, justo en el límite del campamento. El vicio Thaggoran se había defendido bien. El zorro que le había desgarrado la garganta yacía a su lado, con los ojos saltones, la lengua negra y el cuerpo tumefacto. Mientras moría, el historiador lo había estrangulado.
Aturdido y sobrecogido, Hresh contempló sombríamente al hombre muerto, incapaz de llorar. La pérdida era demasiado abrumadora. Se sentía casi como si fuera su propia garganta la que hubiera sido roída. Al cabo de un rato dejó escapar un sonido ahogado, y más tarde un sollozo. No podía moverse. No se atrevía siquiera a respirar. Quería que el tiempo retrocediera. Que el día regresara hasta sus comienzos.
Por fin se puso de rodillas y con mano temblorosa rozó la frente del anciano, con la esperanza de que el conocimiento que se almacenaba detrás de ella pasara del espíritu de Thaggoran al suyo con el mero contacto, antes de que su cuerpo se enfriara. Pero el espíritu de Era algo imposible de creer. Hresh jamás había experimentado una pérdida semejante. Su propio padre, Samnibolon, muerto tiempo atrás, no había más que un nombre para él. Pero esto… esto…
— Dawinno… — comenzó a decir tartamudeando.
Y entonces irrumpió el flujo amargo de sus sentimientos. Desde las profundidades de su cuerpo surgió un grito terrible y torrentoso. Lo dejó salir. Era un sonido inmenso, furioso, entrecortado. Un aullido que casi lo partió en dos. Por sus mejillas corrían las lágrimas, aplastándole el pelaje en mechones húmedos. Gimió, se estremeció, pateo el suelo…
Durante un largo rato, en cuanto hubo pasado el peor espasmo, permaneció en cuclillas, temblando y sudando, pensando en la gran pérdida que había sufrido el Pueblo. En todo lo que había pasado por sus propias manos con la muerte de este sabio anciano.
Era más que la muerte de, un hombre. Al fin y al cabo, todos debían morir, algún día, y Thaggoran ya había vivido suficiente. Pero se trataba de la muerte de tantos conocimientos Ese inmenso vacío en el alma de Hresh nunca podría volver a llenarse. Había esperado aprender tanto de Thaggoran sobré este mundo extraño en el cual se había internado la tribu, tanto que ya no podría aprender… En las crónicas había muchas cosas, si, pero algunas sólo habían sido transmitidas en forma oral, de un historiador a otro a lo largo de siglos y milenios, y ahora esa línea de transmisión se había roto, ahora todo eso estaba perdido para siempre.
Sin embargo, aprenderé todo lo que pueda, se dijo Hresh.
Y en ese momento de pesar, conmoción y pérdida intolerable, se dijo resueltamente: «Yo seré el nuevo historiador, ocupare el lugar que ha dejado Thaggoran.»
Extendió la mano y fríamente tanteó el vello por debajo de la garganta desgarrada de Thaggoran. Allí había un amuleto que parecía un trozo de vidrio verde, un pequeño objeto ovalado, muy antiguo, con minúsculos signos inscritos sobre él. En una ocasión, Thaggoran le había contado que era un fragmento del Gran Mundo.
Hresh lo soltó con cuidado. Le pareció que le quemaba la mano con un frío fulgor. Lo sostuvo largo rato, firmemente sujeto, con el corazón desbocado. Luego lo introdujo en el pequeño bolso que llevaba en la cadera.
No se sentía con ánimos de colgárselo en el cuello. Aún no. Pero sí dentro de un tiempo.
¡Iré por todas partes sobre la faz de este mundo, veré cuanto existe y aprenderé cuanto haya que aprender, pues soy Hresh, el de las preguntas!, determinó. Conoceré todos los secretos de las épocas pasadas y del porvenir, y llenaré mi alma de sabiduría hasta que estalle, y luego volcaré todo mi saber en las crónicas, para todos los que vengan después en esta Nueva Primavera.
Y con este pensamiento, Hresh sintió que comenzaba a desvanecerse el dolor de la muerte de Thaggoran.
Durante toda esa noche, la tribu invocó cánticos fúnebres para los dos caídos de la tribu, y bajo la primera luz del día llevaron los cuerpos en dirección al este, hacia las colinas, y pronunciaron las palabras de Dawinno por los fallecidos, y las palabras de Friit y Mueri por ellos mismos. Luego Koshmar hizo la señal, levantaron el campamento y se dirigieron hacia las vastas planicies occidentales. No dijo adónde se encaminaban, sólo que era el lugar adonde estaban destinados a ir. Nadie osó preguntar más.
3 — UN SITIO SIN MUROS
El viento barría las planicies secas, levantando el ligero suelo arenoso y formando un remolino de nubes oscuras. En ese lugar casi nada crecía, era como si la superficie del mundo hubiera sido cortada por una gran navaja que la hubiera rasurado para librarla de toda tierra fértil y semilla.
A la derecha de los viajeros, no muy lejos, yacía una hilera de colinas bajas y achaparradas, áridas y de un tono gris azulado. A la izquierda, hacia el horizonte, se extendía una interminable franja de tierras llanas. En el flotaba una nota áspera, un sabor acre. Pero el día era notoriamente más tibio que cualquier otro que lo hubiera precedido. Era la tercera jornada de viaje.
En la quietud de la tarde, oyeron un extraño sonido quejumbroso, una vibración opaca y lejana, distinto a todo lo que el Pueblo hubiese escuchado antes.
Staip se volvió hacia Lakkarnai, quien marchaba a su lado.
— Esas colinas nos están hablando.
Lakkamai se encogió de hombros sin decir palabra.
— Nos están diciendo: «Volved, volved, volved» — añadió Staip.
— ¿Y tú cómo lo sabes? — preguntó Lakkamai —. Sólo es un ruido.
Harruel también lo había notado. Se detuvo y dio la vuelta, protegiéndose los ojos contra el resplandor, Después de un momento, se inclinó hacia el viento y sacudió la cabeza, riendo, mientras señalaba las colinas.
— Bocas — señaló.
Su mirada era extraordinariamente aguda. Los demás guerreros se protegían los ojos igual que él, pero sólo veían colinas.
— ¿Qué quieres decir con eso de bocas? — preguntó Staip.
— Frente a las colinas. Allí hay unos extraños animales inmensos, sentados. Son los que producen este bramido atronador. No tienen cuerpos. Sólo son bocas. ¿No los veis?
En aquel momento, Koshmar ya los había visto. Acercándose al lado de Harruel, dijo:
— Mira esas cosas. ¿Crees que son peligrosas?
— Sólo están sentadas ahí — observó Harruel —. Si no se mueven de donde están, no creo que puedan hacernos daños, ¿verdad? Pero me acercaré un poco para asegurarme. — Se volvió —. ¡Staip! ¡Salaman! ¡Venid conmigo!
— ¿Puedo ir yo también? — preguntó Hresh.
— ¿Tú? — rió burlón Harruel — Sí. Te arrojaremos allí para ver qué ocurre contigo.
— Eso no — se defendió Hresh —. Pero ¿puedo ir?
— Si vienes, manténte alejado del peligro.
Se encaminaron por la planicie hacia las colinas: los tres guerreros y Hresh, a quien le costaba un gran esfuerzo seguir el paso. Cuanto más se acercaban, el quejumbroso mugido adquiría un tono más opresivo y ensordecedor, y transmitía a la tierra una vibración estremecedora. Ahora todos podían comprobar que Harruel había estado en lo cierto sobre su procedencia. Al pie de la hilera de colinas había una docena de inmensas criaturas negro — azuladas con forma de giba, espaciadas a intervalos equidistantes. Al parecer, no tenían patas ni cuerpos: sólo cabezas gigantes e inmóviles con ojos escrutadores y sin vida. Siguiendo un ritmo constante y regular, abrían la vasta caverna de sus bocas y emitían sus bramidos estridentes y quejumbrosos.
Por toda la planicie, pequeños animales se movían hacia ellas como capturados con hipnótico celo por los sonidos monótonos y opacos. Uno tras otro avanzaban, reptaban, saltaban o se deslizaban sin vacilar hacia las cabezas gigantescas, subían por los bordes de las mandíbulas inferiores, de color rojo oscuro, y se internaban en la negra cavidad que se abría tras ellas.
— Quietos — ordenó Harruel abruptamente —. Si nos acercamos tal vez nos arrastren como a ellos.
— Yo no siento ningún impulso — señaló Staip.
— Ni yo — comentó Salaman — Sólo un pequeño latido, tal vez. Pero… ¡Hresh! ¡Hresh, regresa!
El niño se había adelantado hasta sobrepasar a los guerreros. Ahora avanzaba por la planicie en dirección a las cabezas, con andar extraño y compulsivo. A cada paso, los hombros se le retorcían y las rodillas se alzaban casi hasta la cintura. Llevaba el órgano sensitivo enrollado alrededor del cuerpo como una faja.
— ¡Hresh! — aulló Harruel.
Hresh no se hallaba a más de cincuenta pasos de la cabeza más cercana. Avanzaba como sonámbulo. El ritmo de los estruendos se hacía más intenso. La tierra se sacudía con violencia. Harruel sacudió la cabeza en un gesto furioso y echó a correr. Atrapó al niño por la cintura y lo levantó del suelo. Hresh se quedó contemplándolo con ojos perdidos.
— Uno de estos días la curiosidad acabará matándote — masculló Harruel con fastidio.
— ¿Qué? ¿Qué?
— El niño está hipnotizado — señalo Staip —. Esta vibración… le estaba atrayendo…
— Yo también la siento ahora — dijo Salaman —. Es como un tambor que nos convoca. Boom… boom… boom…
Harruel dio la vuelta y miró con fascinación y horror.
Salaman tenía razón: el bramido tenía una especie de fuerza magnética que atraía a todas las criaturas de la planicie para devorarlas. Inclinándose súbitamente, Harruel alzó una roca del tamaño de la mano y la arrojó con furia contra la boca abierta. Cayó a unos cinco o diez pasos.