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Robert Silverberg

Al final del invierno

Durante un millón de años o más, en la Tierra todos habían sabido que llegarían las estrellas de la muerte, que el Gran Mundo estaba condenado. Era algo que no se podía negar, una certeza de la que nadie podía escapar. Ya había ocurrido antes y sin duda volvería a ocurrir ya que su plazo era inmutable, cada veintiséis millones de años, y una vez más ese momento se acercaba. Una tras otra, se estrellarían atroces desde los cielos, caerían sin piedad durante miles o aun cientos de miles de años, trayendo fuego, oscuridad, polvo, humo, frío y muerte: un incesante invierno de pesar. Cada pueblo de la Tierra aceptó su suerte a su modo, ya que el destino es genético, incluso en cierto modo para las formas de vida que no tienen genes Los vegetales y las gentes con ojos-de-zafiro supieron que no iban a sobrevivir, y se prepararon en consecuencia. Los seres mecánicos descubrieron que conseguirían subsistir si se preocupaban por ello, pero no se tomaron la molestia de hacerlo. Los señores-del-mar entendieron que sus días habían concluido, y lo aceptaron. Los hjjk, que jamás renunciaron de buen grado a ninguna conquista, esperaron poder salir indemnes del cataclismo, Y se dispusieron a asegurarse de que así fuera.

Y los humanos… los humanos…

1 — EL HIMNO DE LA NUEVA PRIMAVERA

Fue un día como no hubo otro en toda la memoria del Pueblo. A veces transcurría medio año o más en el capullo donde setecientos mil años atrás se habían refugiado los primeros miembros de la tribu de Koshmar, con ocasión del Largo Invierno, sin que sucediera un solo hecho digno de ser registrado en las crónicas. Pero aquella mañana ocurrieron tres acontecimientos extraordinarios en el lapso de una hora, y después de esa hora la vida jamás volvió a ser igual para Koshmar y su tribu.

Primero, el descubrimiento de que una laboriosa falange de comehielos se aproximaba al capullo desde abajo, procedente de las heladas profundidades del mundo.

Quien dio con ellos fue Thaggoran, el historiador. Era el anciano de la tribu, éste era su título y su condición. Había vivido más que cualquiera de los demás. Puesto que se encargaba de las crónicas, tenía el privilegio de vivir hasta que le sobreviniera la muerte. Thaggoran tenía la espalda encorvada, el pecho hundido y hueco, los ojos húmedos y con un eterno ribete rojizo; el pelaje, blanco y ralo por la edad. Y, sin embargo, en él había fuerza y vigor. Thaggoran vivía diariamente en contacto con las eras pasadas y, según él, esta circunstancia lo preservaba y mantenía: el conocimiento de los ciclos pasados del mundo, el vínculo con la grandeza que había florecido en los pretéritos días de calor.

Hacía semanas que Thaggoran deambulaba por los antiguos pasadizos que se extendían por debajo del capullo tribal. Buscaba piedraluces, esas gemas preciosas de sumo esplendor, útiles en el arte de la adivinación. Los pasadizos subterráneos por los que reptaba habían sido tallados por sus remotos ancestros, quienes abrieron una ruta tras otra en la roca viva con labor paciente e infinita cuando llegaron hasta allí para ocultarse de las estrellas que explotaban y de las lluvias negras que destruían el Gran Mundo. Desde hacía diez mil años, nadie había encontrado una piedraluz en aquellos pasadizos. Pero ese año, Thaggoran había soñado tres veces que agregaría una más a la pequeña colección que atesoraba la tribu. Conocía y valoraba el poder de los sueños. De forma que casi no pasaba día sin que se internara en las profundidades.

Avanzaba por el túnel más frío y hondo de todos, aquel que denominaban Madre de la Escarcha. Mientras reptaba cautelosamente sobre manos y rodillas en la oscuridad, buscando con su segunda vista las piedraluces, que suponía incrustadas entre los muros del túnel en algún lugar delante suyo, sintió un temblor, un estremecimiento súbito y extraño, como un latido Punzante que le puso la piel de gallina. La impresión corrió a lo largo de su órgano sensorial, desde el sitio de donde emergía, en la base de la columna, hasta la punta. Era la sensación provocada por la presencia cercana de criaturas vivientes.

Sobrecogido por la alarma, se detuvo de inmediato y permaneció inmóvil, inerte.

Sí. Sentía el claro efluvio de una vida cercana, algo inmenso que se revolvía sin cesar a sus pies, como si un barreno lento y denso horadara la roca. Algo vivo, allí en las profundidades frías y tenebrosas, royendo el desolado y oscuro corazón de la montaña.

— ¡Yissou! — murmuró, haciendo la señal del Protector — ¡Emakkís! — susurró, haciendo la señal del Dador — ¡Dawinno! ¡Friit!

Con temor, con estupor, Thaggoran apretó la mejilla contra el duro suelo de roca del túnel. Oprimió las yemas de los dedos en la piedra helada. Proyectó su segunda vista hacía fuera y abajo, trazando un amplio arco de lado a lado con el órgano sensorial.

Sintió que le inundaban impresiones más fuertes, innegables e incontrovertibles. Se estremeció. Nerviosamente, palpó el antiguo amuleto que pendía de un lazo bajo su garganta.

Un ser viviente, sí, De escasa inteligencia, casi sin mente, pero decididamente vivo, palpitante de intensa y febril vitalidad. Y no muy lejos. Thaggoran calculó que les debía de separar una capa de roca no superior al ancho de un brazo. Poco a poco, la imagen cobró forma: una inmensa criatura de cuerpo grueso y sin miembros, erguida sobre la cola dentro de un túnel vertical apenas más ancho que ella misma. A lo largo del carnoso cuerpo corrían grandes cerdas negras más gruesas que el brazo de un hombre, y de los hondos cráteres rojos que se abrían sobre su piel blanca emanaban poderosos vahos nauseabundos. Se movía a través de la montaña, hacia arriba, con inexorable determinación, abriéndose paso con unos dientes anchos y romos como pedruscos. Mordisqueaba la roca, la digería y la excretaba convertida en arena húmeda por el extremo opuesto de un cuerpo inmenso y carnoso, del largo de treinta hombres.

Pero no era la única criatura de su especie que realizaba la ascensión. A derecha e izquierda, Thaggoran comenzó a percibir otras emanaciones pesadas y palpitantes. Había tres de aquellas enormes bestias, cinco; tal vez una docena de ellas. Cada una se hallaba confinada en un estrecho túnel, cada una empeñada en un apresurado periplo hacia las alturas.

Comehielos, pensó Thaggoran, ¡Yissou! ¿Era posible?

Estupefacto, atónito, se acuclilló inmóvil, atendiendo el latido de la almas de las inmensas bestias.

Sí. Ahora estaba seguro: había comehielos moviéndose por allí. Jamás había visto ninguno — nadie que permaneciera con vida había visto nunca a un comehielos — pero en su mente se almacenaba una clara imagen de ellos. Las páginas más antiguas de las crónicas tribales los describían: vastas criaturas que los dioses habían creado en los primeros días del Largo Invierno, cuando los pobladores menos resistentes del Gran Mundo perecían por el frío y la oscuridad. Los comehielos se apropiaron de los lugares sombríos y recónditos de la Tierra; no necesitaban aire, luz ni calor. Al contrario, evitaban tales fenómenos como si se tratara de veneno. Y los profetas habían vaticinado que al final del invierno llegaría una época en que los comehielos comenzarían a ascender hacia la superficie, hasta emerger por fin a la brillante luz del día para encontrar su ocaso.

Al parecer, los comehielos habían iniciado su ascensión. Entonces, ¿estaría llegando a su fin el interminable invierno?

Tal vez estos comehielos se habían confundido. Las crónicas testimoniaban que antes de ésa había existido una profusión de falsas profecías. Thaggoran conocía bien los textos: el Libro del Aciago Amanecer, el Libro del Frío Despertar, el Libro del Equívoco Resplandor.

Pero poco importaba que éste fuese un verdadero presagio de la primavera o uno más de tantos desencantos tentadores. De algo no cabía duda: el Pueblo tendría que abandonar su capullo e internarse en el misterio y los enigmas del mundo abierto.

Thaggoran vislumbró de inmediato la catástrofe en toda su magnitud.

Los años de surcar aquellos pasadizos oscuros y abandonados habían delineado un mapa indeleble de intrincados esquemas en su mente, en brillantes líneas escarlatas. La ruta ascendente de estos monstruos gigantes e indiferentes, que horadaban lentamente tierra y roca, los llevaría en su momento a atravesar el centro del habitáculo donde el Pueblo había vivido durante miles de años. De eso no cabía la menor duda. Los gusanos aparecerían justo por debajo del sitio donde se asentaba la piedra sagrada. Y la tribu sería tan incapaz de detenerlos en su ciego ascenso como de atrapar una estrella de la muerte en una red de hierba tejida.

En ese mismo instante, muy por encima de la caverna donde Thaggoran espiaba de rodillas a los comehielos, Torlyri, la de las ofrendas, compañera de entrelazamiento de Koshmar, la cabecilla, se aproximaba a la salida del capullo. Era la hora del amanecer, cuando Torlyri hacía la diaria ofrenda a los Cinco Celestiales. Alta y suave, Torlyri era célebre por su gran belleza y dulzura de alma. Su pelaje era de un negro lustroso, surcado por dos increíbles espirales blancas y brillantes que le recorrían todo el cuerpo. Por debajo de la piel se destacaba la poderosa ondulación de sus músculos. Tenía los ojos mansos y oscuros; la sonrisa, cálida y fluida.

Todos los de la tribu amaban a Torlyri. Desde niña había dado señales de ser especial: una verdadera líder a quien los demás podían recurrir en busca de consejo y apoyo. De no ser por la ternura de su espíritu, bien podría haber ocupado el lugar de Koshmar como cabecilla. Pero no bastan belleza y fortaleza. Una cabecilla no debe ser tierna.

Así, nueve años antes, cuando la vieja cabecilla Thekmur llegó a la. edad límite, se dirigieron a Koshmar y no a Torlyri.

— Éste es el día de mi muerte — había anunciado a Koshmar la pequeña y fibrosa Thekmur.

— Y es el día de tu coronación — añadió Thaggoran.

Y así fue como Koshmar se convirtió en cabecilla, tal como se había convenido cinco años atrás. Para Torlyri habían decretado un destino distinto. Cuando, no mucho después, llegó la hora de que Gonnari, la de las ofrendas, atravesara la salida del capullo tal como Thekmur lo había hecho en su día, Thaggoran y Koshmar se acercaron a Torlyri para depositar en sus manos el cuenco de las ofrendas. Entonces, Koshmar y Torlyri se abrazaron con lágrimas en los ojos y se presentaron ante la tribu para aceptar la elección. Después, las dos celebraron su doble designación de forma más privada, con risas y amor, en una de las cámaras de entrelazamiento.

— Ahora es nuestro turno de gobernar — le dijo Koshmar ese día.

— Sí — replicó Torlyri —. Por fin ha llegado nuestra hora.

Pero ella sabía la verdad: para Koshmar era tiempo de gobernar; para Torlyri, de servir. Y, sin embargo, ¿no eran ambas servidoras del Pueblo, tanto la cabecilla como la mujer de las ofrendas?

Durante aquellos nueve años, Torlyri había hecho el mismo viaje cada vez que la silenciosa señal atravesaba la abertura del capullo para anunciarle que el sol había ingresado en el firmamento: fuera del capullo, junto al cielo, más y más arriba, atravesando el risco y el sinuoso enjambre de angostos corredores que conducían hacia la cresta, hasta llegar finalmente a la llanura de la cima, al Lugar de la Salida, donde realizaría el ritual que constituía su primera responsabilidad ante el Pueblo.

Allí, cada mañana, Torlyri abría la salida del capullo y cruzaba el umbral, avanzando con cautela unos pasos hacía el mundo exterior. La mayoría de los miembros de la tribu atravesaba ese umbral sólo tres veces en la vida: el día del nombramiento, el día del entrelazamiento y el día de la muerte. La cabecilla veía el mundo exterior una cuarta vez: el día de la coronación. Pero Torlyri tenía el privilegio y el deber de salir al mundo exterior todas las mañanas de su vida. E incluso ella sólo podía llegar hasta la piedra de las ofrendas, de granito rosado salpicado de copos de fuego, seis pasos más allá del portal. Sobre esa piedra sagrada depositaba el cuenco de las ofrendas, que contenía algunas cosillas del mundo interior: unas moras de luz, unas hebras de paja para cubrir muros o un pedazo de carne chamuscada; luego vaciaba el cuenco del día anterior y recogía algo del mundo exterior para llevar de regreso: un puñado de tierra, unos guijarros desperdigados, unas briznas de hierbarroja. Ese intercambio diario era esencial para el bienestar de la tribu. Con ello, cada día se decía a los dioses: No hemos olvidado que pertenecemos al mundo y que estamos en el mundo, aun cuando debamos vivir apartados de él en este momento. Algún día saldremos de nuevo y habitaremos sobre la tierra que habéis hecho para nosotros, he aquí estas ofrendas en señal de nuestra promesa.

Al llegar al Lugar de la Salida, Torlyri depositó sobre el suelo el cuenco de las ofrendas y aferró la manivela que abría la abertura. Era una manija inmensa y brillante, engorrosa de manipular, pero en las manos de Torlyri se movía con soltura. Se sentía orgullosa de su fortaleza. Ni Koshmar ni ninguno de los hombres de la tribu, ni aun el gigantón Harruel, el más grande y fuerte de los guerreros, podía igualarla en forcejear con los brazos, en luchar con los pies, en trepar por las cavernas.

El portal se abrió y Torlyri lo traspasó. El aire punzante y nítido de la mañana le hirió las fosas nasales.

El sol acababa de asomar. Su fulgor rojo y helado colmó el cielo oriental, y las volátiles motas de polvo que danzaban en el aire gélido parecían fulgurar y resplandecer con una llama interior. Más allá de la cornisa sobre la cual se erguía, Torlyri contempló el río ancho y veloz que fluía por debajo y que irradiaba el mismo tono ardiente de la luz matinal.

En épocas pasadas, los que vivían en las orillas de ese gran río lo conocían por el nombre de Hallimalla, y antes de eso se había llamado Sipsimutta, y en tiempos mas remotos aun su nombre había sido Mississippi. Torlyri no sabía nada de eso. Para ella, el río era simplemente el río. Todos esos otros nombres habían permanecido olvidados durante cientos de miles de años. Desde la llegada del Largo Invierno, la Tierra había conocido épocas muy duras. El mismo Gran Mundo se había perdido, ¿por qué razón tendrían que haber perdurado los nombres? Sólo habían quedado unos pocos, unos pocos. El río ya no tenía nombre.

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